Hace mucho calor. El campo estaba tranquilo hasta que empezó el verano, los caminos se han llenado de gente paseando a primera hora de la mañana y al final de la tarde; hablan sin parar y escucho sus voces estridentes. En las horas de sol se oye el griterío de niños en las piscinas y a mediodía el campo huele a tocino y carnaza a la brasa; para colmo, durante las horas de siesta, algún hortera cercano pone música machacona.
Demasiados chalets con piscinas para un pueblo de secano.
Concha ha llegado hoy con el genio de canto; el calor la irrita. Además, me cuenta que ha tenido una discusión con Salvador, dice que no tiene sangre en las venas y la pone muy nerviosa, que está deseando irse de vacaciones a Benidorm y él, tan tranquilo, sigue sin reservar apartamento.
—Todo lo tengo que hacer yo —dice con enfado.
Nuestra querida Concha se ha empeñado en hacer limpieza general, ha desmontado todas las cortinas, ha cambiado de sitio los cacharros de la cocina y hasta ha movido algunos muebles. Mi perro y yo nos queremos escabullir, pero esta bendita mujer no me deja: manda a Saturno a airearse a la calle, pero a mí me dice que tengo que reorganizar los armarios, que eso es algo personal.
Tan tranquilos que estábamos los dos escuchando la radio, el perro pensando en sus cosas y yo en las mías. Como es natural, mi perro es un gran pensador, si bien yo soy un hombre tranquilo. Pero Concha es un torbellino y esta mañana nos arrebató la tranquilidad.
Por cierto, la gente cree que los perros son apolíticos o equidistantes. Saturno mira las noticias en la televisión con gesto de preocupación, y en cuanto aparece una imagen del Congreso de los Diputados sale corriendo y aúlla para desahogarse, como si tuviera una necesidad orgánica urgente.
De hecho, Saturno empieza a inquietarme. Siempre que aparece una diputada en la tele, se pone de pie; es a la única a la que escucha con atención y creo que se excita (Saturno, no la diputada, pues ella desconoce la existencia de este excelente animal).
Estaba ordenando las camisas concentrado en “asuntos de poca importancia” como diría el poeta y…
—¡Saturnoooo! —El grito de Concha sonó como una sirena de fábrica; el pobre perro fue en mi busca con las orejas agachadas.
—¡Haga usted el favor de venir aquí! —aseveró Concha mientras iba en su busca; al verla entrar guiño un ojo a Saturno para tranquilizarlo.
—El cuenco donde comes está hecho una pocilga, tiras más comida fuera de la que comes. Eres un perro, no un cerdo —en eso Saturno también está de acuerdo—. La próxima vez que vea esta guarrería vas a comer en medio del bancal. ¿Te queda claro? —Saturno parece que asiente con la cabeza y sale camino de su sombra favorita a seguir reflexionando, pero no había pasado ni un minuto cuando se vuelve a escuchar un grito como la bocina de un camión:
-¡Saturnooo! —Otra vez no por favor, esta mujer me lo mata de un susto; entra de nuevo, con el rabo entre las piernas.
—¡Como vuelva a ver un cojín mordisqueado te arranco los dientes y te vas a tener que alimentar de papilla! —Vuelve a salir Saturno de la casa, pero esta vez veo por la ventana que se va a las oliveras, a cien metros de la puerta. Este pobre perro mío es un ingenuo, para no oír los gritos de Concha tendría que irse a Murcia, pero imagino que ha pensado que tomando distancia puede hacerse el sordo.
Esta mujer es un sargento, pero no he conocido a nadie más noble y con más cualidades en este mundo. Le echo paciencia porque sé que tiene razón; si ella no viniera todas las semanas, esta casa parecería un gallinero. Saturno y yo, además de perezosos, no vemos la suciedad.
Un perro francés con aire de intelectual y un viejo mohíno y harto del mundo; solos, pues eso, nos comería la mierda
Dice Concha que los gatos son más limpios y que en esta casa un par de gatos vendrían bien para los ratones. “¡Pero si aquí no hay ratones!”, le digo yo. “Bueno, por si acaso”, me contesta ella.
—Una vecina mía tiene una gata blanca preciosa que ha parido unos gaticos muy bonicos, podría pedirle uno para ti.
—No Concha, que bastantes pelos de Saturno hay ya por la casa como para añadir otro animal y su pelambrera. —Oigo ladrar rabioso a Saturno a lo lejos; me asomo a la ventana y le veo tumbado debajo de una olivera ladrando: ¡Qué oído más fino tiene el jodío cobarde! Protesta desde la distancia, pero no se atreve a venir; yo creo que mi perro sería capaz de maullar y de cazar ratones con tal de que semejante compañía no venga a enturbiar su tranquilidad.
En dos horas la casa parece otra.
—¿Quieres un cafetico? —le digo.
—Ya no es hora para café, nos podríamos tomar una cervecica fresca —me dice con una sonrisa que me emociona, porque cuando Concha sonríe el mundo se ilumina. Y cuando estoy preparando algo de aperitivo y sacando las jarras frías del congelador aparece Saturno por la puerta. Nos reímos los dos, porque el perro aparece zalamero, haciéndose perdonar.
—Sinvergüenza, apareces como los antiguos curas, al olor de la comida —y le acaricia el lomo como a él le gusta.
Con el primer trago pienso que no hay nada mejor que la cerveza fría y los amigos, a pesar de este puñetero calor.
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Gracias por el artículo, un disfrute inesperado para terminar la semana.
Genial, ya estaba desesperado pensando que hoy no vendría Teo Carpena con sus historias. Lo de la sonrisa de Concha que ilumina el mundo me recuerda a la panadera donde compro el pan, que cuando me sonríe es como si todo los problemas del mundo se hubieran ido. Hasta con la mascarilla puesta le adivino la sonrisa por los ojitos, y eso que siempre tiene mal genio cuando le pido el pan.
Me encanta, es una oda a la vida sencilla, lejos del postureo.