Nuestra vida se parece a una espiral, siempre vamos dando vueltas alrededor del mismo agujero. Un agujero rodeado de anhelos o de esperanzas.
La memoria es un extraño mecanismo que nos manipula a su antojo. Es difícil distinguir entre el auténtico recuerdo o el relato familiar que a veces queda grabado en nuestra memoria como recuerdos propios.
Hago de vez en cuando repaso de momentos vividos para ordenar mis ideas y para entender por qué estoy aquí y ahora.
Al rato me digo que me importa una mierda el pasado, que solo quiero depender del presente, pero un momento después revuelvo en la memoria y ahí siempre me pillan los recuerdos a traición.
Salimos de Yecla camino de Francia en el año 1960. Mis padres vendieron la casa con todo lo que había dentro; solo nos llevamos las fotos y algunos objetos de poco volumen. Casi sesenta años más tardes he comprado una casa en Yecla llena de recuerdos de otra familia.
¿He vuelto para cerrar un círculo o estoy girando en espiral?
La respuesta no me interesa demasiado, pues estas aparecen solas cuando menos las esperas, como las visitas no deseadas.
Del día que salimos del pueblo, la imagen que aparece en mi memoria con más claridad es la mano de mi abuelo. Su mano de labrador apretaba mi pequeña mano infantil con fuerza; creo que esa manera de apretar era su forma de aferrarse al futuro, necesitaba sujetarse a alguien que le impidiera mirar atrás.
Recuerdo a mis padres: él con su gesto grave, cargado de maletas y paquetes, un andén larguísimo y mucho calor. Ella, cargada de bolsas y de cajas, con la cabeza cubierta por un pañuelo que remarcaba el color rosáceo de su cara. ¡Cómo me gustaba el color de aquel pañuelo, el color del cielo de verano que dejábamos atrás y el amarillo hiriente de los sembrados!
A menudo me viene a la cabeza el azul de las retinas humedecidas de mi abuelo y el traqueteo metálico del tren que nos conducía a nuestro destino incierto.
Miraba deslumbrado los vagones y el andén repleto de gente nerviosa. Cuando el tren se puso en marcha, mi madre me abrazó y noté que le temblaba todo el cuerpo. Veía la tristeza en las miradas de los adultos, pero yo estaba feliz: era el primer viaje de mi vida.
—Vamos a pasar por un puente de hierro que cruza el Ebro —dijo mi madre, y eso me llenó de fantasía, pues nunca había visto un río; el mar sí lo había visto algunos años atrás en Alicante, pero nunca un río, y menos con ese nombre tan sonoro.
El ruido chirriante y metálico de los trenes me atrae, pero aparecen parados en vía muerta en algunas de mis pesadillas.
Tengo una idea confusa del viaje; mi madre lo contó cientos de veces, y a mis hermanas les gustaba la narración que hacía de la salida de Yecla.
—Tú venias en mi barriga como un garbancito, así que eres mitad yeclana, mitad francesa —le explicaba a Jeanne—. Y tú eres la primera francesa de la familia, nuestra francesita —le decía a la pequeña Sophie.
Mi madre tenía la capacidad de endulzar hasta los momentos más amargos, y aquellos relatos quedaron dibujados en nuestra memoria porque a veces son los relatos familiares los que configuran nuestra manera de entender el mundo.
Miro la cúpula de la Iglesia Nueva con sus azulejos blancos y azules e intento buscar esa imagen en mi infancia, pero no lo consigo. Lo único que se me muestra de aquel entonces con claridad es el amarillo de los sembrados en la época de la siega, el olor de las eras y la felicidad durante la trilla; debe ser por la edad, pero ya no veo los amarillos con aquella intensidad.
El olor que nunca me ha abandonado es el del mosto. En aquellos años, los carros cargados de uva circulaban hacia las bodegas por las calles de tierra, dejando un rastro de pequeños racimos aplastados que daban al pueblo un aroma dulzón.
En Pepieux, a menudo iba a buscar a mi abuelo a la bodega donde trabajaba solo por recordar el olor del mosto. Es el olor que ha marcado con más intensidad mi vida.
Mi regreso al pueblo no ha sido un regreso cualquiera, venía con una mochila pesada donde guardaba la rabia y la añoranza de mi familia, mitad y mitad. El encuentro con su arquitectura me provocaba desasosiego, porque buscaba cosas de las que me habían hablado, pero que ya no existen. Pregunto por lugares que solo los más mayores recuerdan:
-¡Púe! Desapareció hace muchos años, ya ni me acordaba de eso —me cuentan rascándose la cabeza. Me refiero a las acequias y los huertos, el Pasico del Gato, la Molineta, las eras, el colegio de los Escolapios o los lavaderos.
Cuando pregunto por estas cosas, hay gente que me mira como si fuese un extraño habitante de otro mundo.
—Por aquí miran así a los forasteros —me aseguran unos conocidos—. No te preocupes, no es por desprecio, es por asombro.
Recuerdo de una manera muy difusa ir con mi madre al último huerto, cerca de la plaza de toros. Había un gran corral y muchas mujeres cantando y lavando; luego tendían las sábanas, me parecían enormes banderas de paz. Después volvíamos a casa con un cesto de ropa que olía a jabón casero.
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Lo prometo. Durante la semana me acuerdo de vez en cuando del «Teo del EPY». Espero con casi ansiedad la llegada de cada domingo para leerlo. Es cierto, hoy, en algún párrafo, se me han humedecido los ojos….Gracias Teo. Hasta el próximo domingo !!
Hermoso relato, es difícil activar la memoria sin caer en la nostalgia ni la melancolía. Y me gusta ese detalle sobre la mirada al forastero, es la que yo mismo he sentido alguna vez.