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🌼 sábado 18 mayo 2024
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Aceituneras y almazareros

La tierra, vieja y sabia, decía lo que había que cultivar. Los llanos, los hondos con un gran contenido de arcilla, las tierras fuertes, se dedicaban por lo general al cultivo del cereal; las de orilla, más frescas, con menos arcilla y algo de arena o de guijarros, las que aguantaban mejor la sequía, mal endémico del paraje, se dedicaban a viñas; y por último, los de peor calidad, aquellas en las que era difícil ver la tierra porque lo único que se distinguía eran piedras, inclinadas y colindantes con los montes; se plantaban de olivos.

Los olivos eran de pequeño porte. Sus variedades no eran demasiado escogidas: manzanilla, cornicabra, blanqueta o changlot. No tenían una producción abundante, pero el número compensaba en parte la escasez del rendimiento.

Cuando llegaba la época había que recoger la aceituna; ello implicaba una movilización de trabajadores y trabajadoras que se desplazaban a las finca y en temporadas, a veces largas, llevaban a efecto la recolección. El número de mujeres superaba casi siempre al de hombres. Estos eran los encargados de subir a los árboles para sacudir las ramas altas y hacer caer la aceituna en los “baleos”, caídas al suelo prematuramente. Otro grupo de mujeres, las “halderas”, peinaban los frutos de las ramas de poca altura, llamadas faldas o haldas, cayendo sobre el baleo.

Con las aceitunas caían hojas y pequeñas ramas y los hombres, aprovechado el viento, aventaban lo recogido para que la oliva quedara lo más limpia posible. Una vez limpia se guardaba en costales, especie de sacos de pleita de esparto de cuarenta kilos de capacidad, en los que se transportaba la aceituna a las almazaras.

En esta fase laboral es fácil suponer que el trabajo en común de hombres y mujeres diera lugar a amistades y amoríos, y también alguna que otra disputa. La copla popular explica la fugacidad de estas relaciones:

“El querer que tuve fue aceitunero, se acabó la aceituna ya no te quiero”.

Una vez que la oliva estaba en los costales, había que transportarla, naturalmente en carros, a las almazaras. Los almazareros, o bien compraban la aceituna, o bien la cambiaban por parte del aceite obtenido. En Yecla llegaron a funcionar hasta cerca de ciento cincuenta almazaras.

Como es natural no todas eran de la misma categoría; sin embargo, el tipo clásico de principios de siglo era el que constaba de una “taza” de piedra berroqueña encima de la cual giraba un “mojón”, también de piedra, que era arrastrado por una caballería que, con los ojos vendados, daba vueltas sin parar horas y horas hasta que en el mejor de los casos, era sustituida por otra. Los “pies”, o sea la cantidad de aceituna que cabía en la taza, era de unos ciento cincuenta kilos, de los que se obtenían tres o cuatro arrobas de aceite de doce litros y medio.

Cuando la pasta estaba bien molida se colocaba en esportines de esparto, con un agujero central que servía para ensartarlos en el eje o husillo de la prensa de yema; de ahí salía aceite virgen, que era el mejor. Después se vaciaban los esportines y esta pasta, removida y rociada con agua caliente, se ponía en la prensa de reprimido hasta agotar el aceite contenido en la masa.

Esta operación requería la existencia de un fogón y allí, en un caldero de cobre que solía ser el mismo que se utilizaba para hervir las cebollas de la matanza, se calentaba agua para arrastrar el aceite del último prensado. Este hornal se mantenía encendido con las tortas de piñuelo del prensado final.

La escena de la almazara era una mezcla entre lo tétrico, debido a la oscuridad que casi siempre reinaba y el dar vueltas de la caballería, y lo hogareño, merced al fuego encendido en invierno que invitaba a calentarse o asar alimentos que iban desde las prosaicas patatas o cebollas a las más apetitosas morcillas y longanizas, acompañadas de pan caliente empapado de aceite virgen recién sacado de la “pila”. Todo brillaba: los husillos roscados de las prensas, los esportines, los calabazones y las medias arrobas, el palo de apretar las prensas y las caras de los almazareros.


  • Libro: Relatos del ayer.
  • Hogar de la Tercera Edad/Universidad Popular de Yecla/INSERSO.
  • MU-34/1988.
  • Tema: “Profesiones”.
  • Páginas 38 y 39.
  • Publicado por José Antonio Ortega
  • Fotografía: Juan Jesús Cantó Palao.
José Antonio Ortega
José Antonio Ortega
"DESDE MI PUPITRE" Intento aprender cada día, y como observador atento procuro escribir un poco de todo con respeto y disciplina, de recuerdos, necesidades y de aquello que mientras pueda, vaya encontrándome por el camino, siempre dando gracias al estímulo de la vida.

La tierra, vieja y sabia, decía lo que había que cultivar. Los llanos, los hondos con un gran contenido de arcilla, las tierras fuertes, se dedicaban por lo general al cultivo del cereal; las de orilla, más frescas, con menos arcilla y algo de arena o de guijarros, las que aguantaban mejor la sequía, mal endémico del paraje, se dedicaban a viñas; y por último, los de peor calidad, aquellas en las que era difícil ver la tierra porque lo único que se distinguía eran piedras, inclinadas y colindantes con los montes; se plantaban de olivos.

Los olivos eran de pequeño porte. Sus variedades no eran demasiado escogidas: manzanilla, cornicabra, blanqueta o changlot. No tenían una producción abundante, pero el número compensaba en parte la escasez del rendimiento.

Cuando llegaba la época había que recoger la aceituna; ello implicaba una movilización de trabajadores y trabajadoras que se desplazaban a las finca y en temporadas, a veces largas, llevaban a efecto la recolección. El número de mujeres superaba casi siempre al de hombres. Estos eran los encargados de subir a los árboles para sacudir las ramas altas y hacer caer la aceituna en los “baleos”, caídas al suelo prematuramente. Otro grupo de mujeres, las “halderas”, peinaban los frutos de las ramas de poca altura, llamadas faldas o haldas, cayendo sobre el baleo.

Con las aceitunas caían hojas y pequeñas ramas y los hombres, aprovechado el viento, aventaban lo recogido para que la oliva quedara lo más limpia posible. Una vez limpia se guardaba en costales, especie de sacos de pleita de esparto de cuarenta kilos de capacidad, en los que se transportaba la aceituna a las almazaras.

En esta fase laboral es fácil suponer que el trabajo en común de hombres y mujeres diera lugar a amistades y amoríos, y también alguna que otra disputa. La copla popular explica la fugacidad de estas relaciones:

“El querer que tuve fue aceitunero, se acabó la aceituna ya no te quiero”.

Una vez que la oliva estaba en los costales, había que transportarla, naturalmente en carros, a las almazaras. Los almazareros, o bien compraban la aceituna, o bien la cambiaban por parte del aceite obtenido. En Yecla llegaron a funcionar hasta cerca de ciento cincuenta almazaras.

Como es natural no todas eran de la misma categoría; sin embargo, el tipo clásico de principios de siglo era el que constaba de una “taza” de piedra berroqueña encima de la cual giraba un “mojón”, también de piedra, que era arrastrado por una caballería que, con los ojos vendados, daba vueltas sin parar horas y horas hasta que en el mejor de los casos, era sustituida por otra. Los “pies”, o sea la cantidad de aceituna que cabía en la taza, era de unos ciento cincuenta kilos, de los que se obtenían tres o cuatro arrobas de aceite de doce litros y medio.

Cuando la pasta estaba bien molida se colocaba en esportines de esparto, con un agujero central que servía para ensartarlos en el eje o husillo de la prensa de yema; de ahí salía aceite virgen, que era el mejor. Después se vaciaban los esportines y esta pasta, removida y rociada con agua caliente, se ponía en la prensa de reprimido hasta agotar el aceite contenido en la masa.

Esta operación requería la existencia de un fogón y allí, en un caldero de cobre que solía ser el mismo que se utilizaba para hervir las cebollas de la matanza, se calentaba agua para arrastrar el aceite del último prensado. Este hornal se mantenía encendido con las tortas de piñuelo del prensado final.

La escena de la almazara era una mezcla entre lo tétrico, debido a la oscuridad que casi siempre reinaba y el dar vueltas de la caballería, y lo hogareño, merced al fuego encendido en invierno que invitaba a calentarse o asar alimentos que iban desde las prosaicas patatas o cebollas a las más apetitosas morcillas y longanizas, acompañadas de pan caliente empapado de aceite virgen recién sacado de la “pila”. Todo brillaba: los husillos roscados de las prensas, los esportines, los calabazones y las medias arrobas, el palo de apretar las prensas y las caras de los almazareros.


  • Libro: Relatos del ayer.
  • Hogar de la Tercera Edad/Universidad Popular de Yecla/INSERSO.
  • MU-34/1988.
  • Tema: “Profesiones”.
  • Páginas 38 y 39.
  • Publicado por José Antonio Ortega
  • Fotografía: Juan Jesús Cantó Palao.
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