Gracias a mi avanzada edad he disfrutado de muchas vendimias y de muchos besos. No me he perdido ni una sola vendimia desde que tengo conocimiento: las he vivido aquí, en Jumilla, en la Rioja y en Francia. Este año, no sé si viajar a Pepieux o merodear por las bodegas de la comunidad murciana. El olor a mosto me recuerda a los besos y me emocionan aquellos versos de Horacio Guarany y que cantaban los del grupo yeclano Vino Tinto:
…Qué triste ha de ser morir
y no volver nunca más,
pero es tan linda la vida,
pero es tan churo el camino,
que si me muero algún día
entiérrenme en Mendoza,
en San Juan, allá en la Rioja,
en Cafayate La Hermosa,
¡que en vino habré de volver!
Y cuando lloren las parras
para que rían los hombres,
habré de llenar las copas,
y habré de besar las bocas
de los viejos compañeros
o tal vez de la que quiero
y no me pudo querer…
He disfrutado de muchos besos, más que nada porque tengo setenta años, varios amores vividos y un carácter besucón, pero como el primer beso, ninguno. No lo puedo olvidar. Fue en un viñedo y acabábamos de comernos un racimo de uvas rojísimas.
Yo tenía catorce años y ella dieciséis, y cuando noté la humedad de sus labios, el sabor de su aliento y la dulzura de su lengua, entendí que la gloria existía, que aquello debía de ser un adelanto de algo que tuviera que ver con el cielo. Noté una corriente eléctrica por todo mi cuerpo, se me despertaron músculos y nervios que desconocía hasta ese momento y, sin embargo, los parpados se me cerraban, no podía mantener los ojos abiertos y un silencio placentero me envolvió.
Una de sus manos sujetaba mi cuello por la nuca y la otra acariciaba mi cara. No recuerdo dónde tenia las mías, pero la abrazaba, imagino que por la cintura. Cuando acabó ese primer largo beso y abrí los ojos, sonreía mirándome como nunca antes me habían mirado.
—¿Por qué estas tan serio, no te ha gustado? —me preguntó desconcertada por mi gesto.
—Sí, sí —dije tartamudeando—. Claro que me ha gustado, es que me parece que estoy flotando. —Y era verdad, la única parte de mi cuerpo por donde no corría la sangre a toda velocidad era por mis piernas.
Alguien me dijo años después que todas esas sensaciones se debían a la candidez. Pero yo no podía estar de acuerdo, pues en ese beso perdí toda la candidez que pudiese albergar, porque mi instinto animal despertó en ese instante y empecé a sentir un deseo incontenible. Pero nuestra inexperiencia y nuestro miedo nos impidieron seguir avanzando para desvelar los misteriosos caminos del amor y de los deseos carnales.
Las uvas y los besos son los frutos predilectos del paraíso, cuando veo los cuadros representando a Adán y a Eva desnudos bajo un árbol frondoso me acuerdo de aquel beso primitivo y me gusta imaginar a la dichosa pareja bajo una parra de uvas reventonas.
Era andaluza; me enamoré ciegamente de sus ojos oscuros y de su pelo sedoso. Lo manteníamos en secreto y por las noches nos perdíamos entre las gigantes cepas repletas de uvas para besarnos. Aquel sabor a mosto entremezclado con su aliento se me grabó para siempre en el paladar. Al acabar la cosecha, ella y su familia volvieron a España.
La despedida fue triste, enmarañada, con precipitación y lágrimas.
Todos los adultos sabían de nuestra aventura, me dijo mi madre después, pero nosotros manteníamos ese tesoro oculto porque nos parecía algo sagrado.
Los enamorados siempre guardan en secreto su pasión, porque saben que es un sentimiento tan hondo que nadie puede entenderlo y temen ser ridiculizados.
Unas semanas más tarde recibí una carta suya. ¡Mi primera carta de amor! La leí cientos de veces; la firma era una huella carmín de sus labios, del mismo color con que se teñían los dedos de los vendimiadores. Besé la huella de sus labios y esa noche soñé con su boca.
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Un placer, como siempre. Gracias.