La marcha del pueblo con el viento trajo tantas cosas como habían sucedido los años pre-vendaval: a algunas nos acostumbramos, pero otras atacaron tan profundamente nuestro corazón yeclano que no pudimos sino revolvernos hasta revertir lo que, a todas vistas, era una maldición a mala baba. Uno de esos momentos en el que nos revolvimos fue cuando descubrimos qué había pasado con los libricos…
Cuando amaneció al día siguiente del Día V, los yeclanos que habían corrido a los lindes del pueblo por miedo a ser arrancados por el viento regresaron para presenciar las consecuencias de la hecatombe. Algunos se subieron al Chicharra y su lento tránsito les permitió admirar la desgracia a la velocidad de las ausencias. Ya adelanté que diversos objetos y electrodomésticos cayeron de las casas y oficinas, de las fábricas y comercios. También lo hizo la comida de las despensas y armarios. Cuando en el lugar donde antes se habían aposentado panaderías se hallaron montones de libros (desde clásicos hasta novela eróticas, pasando por ejemplares de romantasy, Stephen King y tantos otros), nadie se inmutó. Por lo general, se los ignoró durante días hasta que pasó el camión de la basura y los llevó al vertedero junto al mega centro comercial, ambos intactos.
Conforme transcurrieron las semanas, a algunos residentes del nuevo yermo les empezó a apetecer comer algo más que lo que los villeneros y los jumillanos les donaban, y alguien sugirió preparar unos cuantos libricos para comerlos a la tarde, mientras disfrutaban de la puesta de sol. Esa mañana pusieron al mayor experto de los yeclanos a la tarea, y nada raro sucedió hasta que los colocó sobre un plato para que todos los admiraran. En ese mismo instante, los libricos estallaron entre esquirlas de oblea y miel (la receta de los libricos de chocolate se había perdido para siempre) y cuando todos retornaron sus miradas sobre el plato, ya no había nada comestible sobre la mesa, sólo varios ejemplares de la Constitución, un libro de Pérez Reverte y el último de Brandon Sanderson.
Ni al más cortico se le pasó lo que acababa de suceder. El viento había traído una maldición consigo, aunque con los años aprendimos que no fue solo una, sino más bien un puñao. La más vieja de los yeclanos huérfanos sufrió un ataque de clarividencia esa tarde, mientras veía la puesta de sol comiendo pipas desde donde se hubiese encontrado el estadio de la Constitución, y declamó lo siguiente:
Hasta que el último yeclano
no cruce las puertas
del Nuevo Pueblo,
los errantes habrán de leer
para endulzar las penas,
y les serán arrebatados
todos los momentos melosos,
sustituidos por tierra batida
y los susurros de la brisa a media tarde.
La vieja estuvo cerca de ser apaleada, sobre todo por saltarse todas las reglas de la rima, pero conectó rápido con quien le hubiera transmitido el mensaje y lo puso en línea directa con los yeclanos dolientes y nostálgicos de sus libricos. Tomaron a la vieja, la llevaron hasta el vertedero, donde aguardaban intactos todos esos libros de pretérita oblea, y señalaron con el dedo como si esa fuera toda la elocuencia necesaria.
Como quien estuviese al otro lado de la línea maldita no contestó, el Panecico (de quien volveré a hablaros en el futuro) sacó unas cerillas y amenazó: “No me importa si tengo que hacer arder todos los libros de España”, dijo con cierto orgullo al final de la frase, envalentonado, “o me devolvéis mis libricos, o arde el mundo”. Se conoce que el ser al otro lado no era especialmente cultureta (de ahí a veces las extrañas sugerencias literarias que ofrecía al cambiar los libricos), pero sí debía gustarle el dinero, porque en cuanto el Panecico sugirió prender fuego al centro comercial (bajo la amenaza de que sería tan solo el primero), las páginas todavía ardientes se transformaron en obleas supurantes de miel y la vieja regresó en sí.
Fue entonces cuando nació el famoso dicho yeclano: si te pido miel, no me vengas con Azorín.
Sea como fuere, los libricos no regresaron con imágenes de la Iglesia Vieja ni ningún otro monumento o imagen del pueblo. Hasta de allí habían volado. En el marco de la oblea se veía un páramo con tan solo un olivo retorcido y un alicornio que corría solitario. Vive la esperanza de que cuando el pueblo regrese o sea hallado, los libricos recuperarán también las imágenes que siempre los habían adornado.
Hoy estoy con AMPY. Gran manifestación en favor de un colegio especial para personas con discapacidad, donde intereses inconfesables quieren perjudicar.
Los libricos de comer me gustan, los de leer también.
La competencia entre pueblos, aunque sana, llevaba a decirnos los villenenses más académico que villeneros/as, digo; venían a decirnos «joder con los yeclanos, que paletos son, se comen hasta los libricos», añadiendo el nooo, por su acento villenero.
Que me perdonen los académicos de la lengua.
El escritor cartagenero, lo siento, no me gusta.
Hoy: TODOS SOMOS AMPY.