Hace días que ya no llueve y echo de menos los caminos embarrados, lo mejor es que el aire huele a mosto y a leña quemada. Voy y vengo a mis recados por la misma calle siempre y, a cada paso, aparecen en mi memoria las mismas fantasías y los mismos anhelos.
Al envejecer, la soledad se vuelve una compañera pegajosa; ellos, los jóvenes, se empeñan en asegurar que el sol luce con fuerza y yo solo veo niebla; ellos aseguran que el futuro abre puertas y yo solo veo cerrojos y candados o escaleras empinadas que no conducen a ningún lugar.
Cuando era joven creía que la revolución era la manera adecuada para cambiar el mundo, después descubrí que en las revoluciones lo único que cambian son unas elites por otras, pero como no tenía nada que perder, soñaba con que reventara todo de una puñetera vez. Ahora desconfío de las ideologías y de los discursos.
Dice un amigo mío que sigo siendo un revolucionario, pero cansado y yo le digo que las revoluciones solo trajeron nuevas tiranías.
Cuando miro los grupos de gente comentando los debates televisados, escucho siempre las mismas cantinelas como si fuesen loros, las mismas panzudas palabras que suenan ruidosas y vacías. ¡Que poca gente pensando por su cuenta! Miran pantallas embobados y luego reproducen el cacarear del gallinero.
El otoño y la nostalgia se me han agarrado a la garganta; echo de menos los gatos callejeros, el griterío de niños jugando en las calles y el olor a virutas de las carpinterías. El repique de campanas a lo lejos suena a despedida y los silencios revolotean cada vez más cercanos.
Dicen que con la edad todo se vuelve más rápido: el tiempo, la respiración y la angustia; no estoy de acuerdo, creo que en la vejez, se debilitan los sentidos y se despierta la desconfianza, pero se agudiza la intuición y se ve con más claridad el mundo.
Mi perro camina cada día más pegado a mí, no sé si es que teme perderse o es que quiere vigilar mis pasos por si me pierdo; de cualquier manera, nos hemos convertido en una sola sombra y cuando el sol alumbra a nuestra espalda y veo nuestras siluetas dibujadas en el suelo, `pienso que cada vez se vuelven más etéreas. Parecen sombras fantasmales perseguidas por una quimera.
Ayer sufrí un extraño episodio: plantado delante de mi casa, me pareció un lugar extraño y al verme reflejado en el cristal de la ventana no fui capaz de reconocerme. Y es que con la vejez los espejos se vuelven enemigos, y para colmo, mi nieto me lanzó una pregunta hiriente como una cuchillada:
―Abuelo, ¿te queda todavía algún sueño que realizar?
Me quedé callado un rato, pensando: este chiquillo acababa de remover mis entrañas y reconocí que ya no tengo sueños, y metido en cavilaciones dudé de si alguna vez los tuve. Le respondí, poniendo cara de interesante, que un hombre que agota sus sueños agota su vida. Me dieron ganas de darle un pescozón y le ofrecí una sonrisa fría como un glaciar. Nosotros queríamos cambiar el mundo y el mundo nos ha cambiado a nosotros.
Ana deambula por la casa entretenida en tareas cotidianas, limpia con bicarbonato unos pendientes de plata, acaricia a su gata que ronronea; se pinta las uñas de los pies… el olor del esmalte me recuerda a una tarde de invierno junto a la estufa mientras mi padre pintaba la puerta de la bodega y caía una llovizna fina.
Ana canturrea y parece feliz, yo me alegro. Este sillón es muy cómodo, me pesan los parpados, noto el tacto de Saturno lamiéndome los dedos.
―Amigo, compañero ―no sé si lo he dicho o solo lo he pensado, pero él lo comprende, le acaricio las orejas y apoya su cabeza en mi regazo; escucho su respiración agitada, parece que quisiera lanzarme alguna advertencia, le miro y veo sus ojos enormes brillantes y atentos, después cierra también sus peludos párpados.
Escucho una música que nunca sé de dónde proviene, es la misma melodía de siempre antes de ser absorbido por el sueño.
Después de la siesta todo será mas luminoso…
Como habla -en meditaciones- de la revolución para cambiar el mundo, digo que no creo en la revolución de unas semanas que lo cambia todo, creo en la «revolución permanente».
Seguramente esto lo defendía no sé quién, hace no sé cuanto, pero me da igual, es cosecha propia.
Se dice desconfiar de las ideologías y de los discursos. En tiempos de los populismos (demagogia) mantener esto no es buena idea. Estos, los populistas, tienen las suyas, pero dicen no tener ninguna, que no creen en la democracia, discursos…
Y no creen en la democracia porque su ideología y sus discursos son para llevarnos a una dictadura donde el gran capital obtenga mejores plusvalías de forma más cómodas sin tener que negociar ningún convenio, ni hacer concesiones a las clases trabajadoras.
…pertenezco a una generación que quiso cambiar el mundo, no lo conseguimos, pero sigo soñando que vale la pena seguir luchando para que la gente pueda vivir un poco mejor». Pepe Mújica.
Sigo soñando y CREYENDO. Que vale la pena seguir luchando, con mis dudas, mis contradicciones…pero creyendo, lo otro es tener «certezas» no las tengo por eso sigo creyendo.