Nos gusta ir de vez en cuando a Alicante, ya se sabe que un yeclano tiene que pisar el suelo de la Explanada como mínimo una vez al año. Hacía un día estupendo y después de pasar revista a los veleros de la Marina Deportiva del puerto, decidimos comernos un arroz a banda que es nuestro plato preferido. Nos sentaron junto a una cristalera viendo el mar. Da gusto comer así, con esta panorámica y esta tranquilidad… o eso creíamos.
Para empezar, el camarero que nos sentó me llamó Teodoro con demasiada familiaridad. La simpatía en exceso me enfada y si me dan golpecitos en la espalda como hizo el jovenzuelo me entran ganas de abofetear a quien lo haga, pero gracias a la mirada cariñosa de Ana lo dejé pasar. Pero no entendí por qué conocía mi nombre.
Todo transcurría con normalidad salvo las extrañas miradas que me lanzaba el camarero de vez en cuando. Estábamos degustando el postre y casi me atraganto cuando me dieron el pescozón más sonoro de toda mi vida
—¡Eres un cabrón! — gritó una voz femenina. Me di la vuelta y entones me soltó una bofetada que casi me tumba.
Ana se puso en pie dispuesta a defenderme y la morena le gritó:
—Tú siéntate, que eres una inocente, a este golfo me lo llevó a casa de una oreja…
En ese momento, y a causa del escándalo, llegaron el maître y el joven camarero que resultó ser sobrino de la morena. Él fue quien dio el aviso de mi presencia a su tía.
—Te lo dije tía… —repetía como un loro el imberbe. Intenté explicar que éramos presa de una tremenda confusión. Aclaré que Ana era mi mujer y que mi nombre era Teodoro.
—Esa es una pobre engañada y claro que te llamas Teodoro, Teodoro Muñoz —vociferaba la morena. Ese apellido me salvó de otra bofetada: saqué mi DNI y lo entregué al dueño del local.
—¡Hostia Virtudes, que este no es tu marido! —dijo sorprendido el dueño.
Teníamos alrededor de la mesa a tres empleados y a un guardia jurado dispuestos a echarnos a la calle. Le mostraron mi documento a la señora que en un descuido volvió a soltar su mano llena de anillos contra mi cara y gritó:
—Esa por si acaso.
La mujer se fue sin despedirse ni disculparse y al camarero joven le pidieron que se tomara el día libre. Han pasado tres días y todavía siento un zumbido en mi oreja izquierda.
Esto de confundirme con otra persona me ha pasado varias veces en mi vida, pero ninguna había sido tan escandalosa como esta de Alicante.
Hace años en Mallorca, al entrar al hotel donde me hospedaba, cuando me dirigí a la empleada del mostrador con gesto sonriente, noté que abría los ojos de tal manera que parecía que se le salían de las órbitas; e inmediatamente se desmayó. Hubo mucho revuelo, pero no le di importancia… Media hora más tarde llamaron a la puerta de mi habitación y allí estaba la chica con ojos llorosos acompañada del director del hotel. Me pidieron permiso para entrar y me contaron una historia sobrecogedora.
—Me llamo Margarita. Hace una semana que mi marido murió en un accidente de tráfico y era exactamente igual que usted y sonríen de la misma manera. Bueno, sonreía. —Me enseñó una foto del fallecido y por un momento pensé que estaba frente a un espejo.
—Íbamos a celebrar nuestro primer aniversario de boda y le había comprado este regalo. —Se quitó de su muñeca un reloj de pulsera de hombre y me pidió que lo aceptara. Dudé por unos segundos.
—Es como si se lo regalara a él, disfrútelo. —Me besó en la mano y acercó sus labios a los míos con suavidad al mismo tiempo que susurraba unas palabras que no entendí. Fue un beso extraño; un beso prestado que no me correspondía. Esa noche no dormí bien. A la mañana siguiente pregunté por Margarita en recepción y me dijeron que se había pedido una semana de permiso. El mismo tiempo que yo estaría en Mallorca.
Y otra bastante extraña fue en Montpellier, antes de conocer a Juliette. En esa época, lo que me gustaba era la cerveza, el Chester sin boquilla y recitar con tono atormentado frases de Antonin Artaud. Con esa estrategia se ligaba mucho.
Una noche de verano aparecieron unas españolas recién llegadas de Murcia con ganas de aventuras y una pequeñita y rubia se me abrazó y no dejó de llorar emocionada llamándome Ramón. Me besaba y me decía que me volviera con ella, que me extrañaba mucho. No me dejaba hablar, y cada vez que lo intentaba, ella sellaba mis labios con los suyos. Y estando ya en la cama relajados después de una sesión de intensa entrega, conseguí aclararle la confusión.
—Me llamo Teodoro y no te conozco de nada —le cambió el color de cara, se avergonzó y salió corriendo del cuarto medio desnuda.
Es verdad que por culpa de mis dobles me he llevado alguna bofetada, pero han sido ganadores los besos y eso me reconcilia con mi físico.