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🍁 viernes 22 noviembre 2024
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De perros y héroes

El día que mis padres vendieron la mula y regalaron el perro para irnos a Francia lloramos todos. Los vecinos vinieron al oír el escándalo, pensando que era una desgracia mayor. Yo gritaba con todas mis fuerzas, de la misma manera que había oído en algunos funerales: ¡Que se lo llevan, que se llevan a mi Lucero! Y el pobre Lucero ladraba rabioso y desconcertado. Los vecinos me consolaban diciéndome que los perros franceses son más listos. Y la persona que se lo llevaba me juró que lo trataría como si fuese un hijo suyo.

Cada vez que una desgracia se imponía en mi vida, yo empezaba a correr campo a través como si el mundo no tuviera fin, y ese día me refugié muy enfadado en una cueva ruinosa después de correr por el cerro de la Molineta.

Me localizó mi abuelo cuando empezaba a anochecer y me envolvió con sus brazos campesinos hasta hacerme daño. “Esto es para que no te olvides de la fuerza con la que te quiero”, me dijo, y después me aclaró que sabía de mi escondite, pero había dejado pasar un buen rato para que llorara y entendiera lo que era un duelo.

—Los hombres se hacen fuertes a base de dolor y de llanto —me dijo, y me secó las lágrimas con sus dedos rudos y desandamos el camino a casa sin prisa.

—En la soledad es donde se maceran mejor las penas; no olvides nunca que a la vida hemos venido a ganar para luego perder. —Me pareció una sentencia cruel, pero el tiempo me ayudó a entenderla.

La mula no tenía nombre y coceaba al salir de la casa. Se llevaron los aperos de labranza, el carro, las azadas y todas las esteras de pleita que mi abuelo y mi padre elaboraban con paciencia en los días de lluvia. Mi madre repartió los pocos muebles que teníamos entre el vecindario. Entonces los vecinos eran como la familia y todos nos daban ánimos y abrazos.

También teníamos una vieja cabra sin nombre; se la vendieron a Ismael, el pastor de nuestra calle. El recuerdo me juega malas pasadas, pues cada vez que tengo pesadillas, aparece aquella cabra mirándome con gesto melancólico. No balaba, no emitía ningún sonido, era la única que parecía admitir su destino; solo miraba, me miraba fijamente; sus ojos eran tristes y parecía guiñarlos para enfocar mejor.

A mí me pareció que el mundo se acababa. Emigrábamos muy lejos, a un lugar del que prometían riquezas y progreso, pero todo lo que conocía hasta entonces finalizaría en tres jornadas, que fueron eternas para mí. Desde aquel día, no me gustan las despedidas.

Mis padres no pronunciaron ni una sola sílaba en esos días, parecía que hubiesen perdido la voz.

El penúltimo día en Yecla, acompañé a mi abuelo al huerto de un amigo suyo que tenía unos rosales frondosos; hizo un ramo enorme y fuimos al cementerio; quería despedirse de su mujer, sospechaba que nuestro viaje era sin retorno. No lloró, creo que no sabía llorar, me apretó fuerte la mano y me dijo que el mundo nos abría una puerta luminosa y llena de esperanzas. Siempre confié en él, era mi héroe particular.

Nací en marzo de 1950, varios meses después de la muerte de mi abuela Juana, y todos decían que había heredado la luminosidad de sus ojos y el mismo tono de voz.

Después de un largo viaje que ya os conté en este artículo, nos instalamos en un pueblecico del Departamento de Aude y cerca de Carcasona.

A las dos semanas de llegar a Pepieux, el capataz de la finca donde trabajaban mis padres me regaló un cachorro a la que llamamos Luna y que me acompañó en los juegos y en mi soledad; cuando volvía del colegio allí estaba ella esperándome. No me olvidé fácilmente de Lucero y hablaba cada día a Luna de mi perro yeclano. Así empecé a entender que a los perros que se les habla como si fuesen personas adultas y que se les pone música, se vuelven más sensibles e inteligentes.

Encontré dificultad para hacer amigos en Francia a pesar de que eran bastantes los españoles que vivían en nuestra finca y en el pueblo; el colegio supuso un reto y el empeño por aprender el idioma me hizo olvidar todo lo español, pero era curioso, soñaba con las calles embarradas, con la torre de la Iglesia Vieja, con mis amigos del colegio y con Lucero corriendo por caminos pedregosos.

Mi abuelo era mi gran confidente y me llevaba a la bodega donde trabajaba para que oliera el mosto. «Hijo, el olor a mosto y el olor a tierra mojada es igual en todos los rincones del mundo», me decía. Y yo le preguntaba que cómo podía saber eso si había viajado tan poco como yo…

—Estuve en la guerra en el frente de Madrid, tragando tierra y miedo; he segado en la Ribera, he labrado tierras manchegas, he arrancado esparto en muchos montes y he bebido vino en todos esos lugares, y te aseguro que el sudor de los hombres y el olor de la tierra es idéntico siempre. —Los ojos del viejo Teodoro se volvían acuosos cuando hablaba de estas cosas.

—En la vida civil y en la vida militar para seguir viviendo hay que saber mirar de frente y enfocar el horizonte —añadía.

Lo de la vida civil y la vida militar siempre me hizo gracia, porque era una coletilla con la que iniciaba muchos de sus consejos.

Acabo de darme cuenta de una curiosidad, todos los perros que me han acompañado en mi vida han tenido nombres relacionados con el universo: Lucero, el perro yeclano, tenía unos ojos grandes y brillantes; Luna, mi primera perra francesa, blanca y nocturna, se pasaba las noches despierta cerca de mi cama; años más tarde Juliette me regaló una perra preciosa a las que pusimos el nombre de Venus por su belleza y cuando mi hermana Sophie me entregó a mi perro querido, ya venía con nombre desde Toulouse, Saturno; este es el más listo de todos y el de mirada más penetrante.

Los nombres mitológicos me gustan y los héroes griegos o romanos también, pero mi héroe favorito siempre fue mi abuelo Teodoro. Saturno no lo conoció y yo le hablo de él de vez en cuando: le cuento la guerra que perdieron los españoles y el hambre que sufrieron después. Le hablo del trabajo ingrato de una generación para levantar un país, de la emigración de los campesinos y de las bodegas. Al acabar mi monólogo le pongo un poco de comida en su cuenco y me sirvo un vino rojo Minervois; sé muy bien por qué este vino y su olor me recuerdan a mi héroe.

Los héroes de cartón piedra o de papel cuché son vacíos, fatuos y solo sirven para consuelo de fantasiosos y desocupados, pero los héroes reales labraban la tierra, calzaban albarcas y se alimentaban con un poco de tocino y pan negro.

Hoy he visto a un hombre de mi edad paseando con un niño que debía ser su nieto y le hablaba de su pueblo en Ecuador; le he sonreído y él me ha mirado con extrañeza: creo que no ha entendido mi gesto.

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

El día que mis padres vendieron la mula y regalaron el perro para irnos a Francia lloramos todos. Los vecinos vinieron al oír el escándalo, pensando que era una desgracia mayor. Yo gritaba con todas mis fuerzas, de la misma manera que había oído en algunos funerales: ¡Que se lo llevan, que se llevan a mi Lucero! Y el pobre Lucero ladraba rabioso y desconcertado. Los vecinos me consolaban diciéndome que los perros franceses son más listos. Y la persona que se lo llevaba me juró que lo trataría como si fuese un hijo suyo.

Cada vez que una desgracia se imponía en mi vida, yo empezaba a correr campo a través como si el mundo no tuviera fin, y ese día me refugié muy enfadado en una cueva ruinosa después de correr por el cerro de la Molineta.

Me localizó mi abuelo cuando empezaba a anochecer y me envolvió con sus brazos campesinos hasta hacerme daño. “Esto es para que no te olvides de la fuerza con la que te quiero”, me dijo, y después me aclaró que sabía de mi escondite, pero había dejado pasar un buen rato para que llorara y entendiera lo que era un duelo.

—Los hombres se hacen fuertes a base de dolor y de llanto —me dijo, y me secó las lágrimas con sus dedos rudos y desandamos el camino a casa sin prisa.

—En la soledad es donde se maceran mejor las penas; no olvides nunca que a la vida hemos venido a ganar para luego perder. —Me pareció una sentencia cruel, pero el tiempo me ayudó a entenderla.

La mula no tenía nombre y coceaba al salir de la casa. Se llevaron los aperos de labranza, el carro, las azadas y todas las esteras de pleita que mi abuelo y mi padre elaboraban con paciencia en los días de lluvia. Mi madre repartió los pocos muebles que teníamos entre el vecindario. Entonces los vecinos eran como la familia y todos nos daban ánimos y abrazos.

También teníamos una vieja cabra sin nombre; se la vendieron a Ismael, el pastor de nuestra calle. El recuerdo me juega malas pasadas, pues cada vez que tengo pesadillas, aparece aquella cabra mirándome con gesto melancólico. No balaba, no emitía ningún sonido, era la única que parecía admitir su destino; solo miraba, me miraba fijamente; sus ojos eran tristes y parecía guiñarlos para enfocar mejor.

A mí me pareció que el mundo se acababa. Emigrábamos muy lejos, a un lugar del que prometían riquezas y progreso, pero todo lo que conocía hasta entonces finalizaría en tres jornadas, que fueron eternas para mí. Desde aquel día, no me gustan las despedidas.

Mis padres no pronunciaron ni una sola sílaba en esos días, parecía que hubiesen perdido la voz.

El penúltimo día en Yecla, acompañé a mi abuelo al huerto de un amigo suyo que tenía unos rosales frondosos; hizo un ramo enorme y fuimos al cementerio; quería despedirse de su mujer, sospechaba que nuestro viaje era sin retorno. No lloró, creo que no sabía llorar, me apretó fuerte la mano y me dijo que el mundo nos abría una puerta luminosa y llena de esperanzas. Siempre confié en él, era mi héroe particular.

Nací en marzo de 1950, varios meses después de la muerte de mi abuela Juana, y todos decían que había heredado la luminosidad de sus ojos y el mismo tono de voz.

Después de un largo viaje que ya os conté en este artículo, nos instalamos en un pueblecico del Departamento de Aude y cerca de Carcasona.

A las dos semanas de llegar a Pepieux, el capataz de la finca donde trabajaban mis padres me regaló un cachorro a la que llamamos Luna y que me acompañó en los juegos y en mi soledad; cuando volvía del colegio allí estaba ella esperándome. No me olvidé fácilmente de Lucero y hablaba cada día a Luna de mi perro yeclano. Así empecé a entender que a los perros que se les habla como si fuesen personas adultas y que se les pone música, se vuelven más sensibles e inteligentes.

Encontré dificultad para hacer amigos en Francia a pesar de que eran bastantes los españoles que vivían en nuestra finca y en el pueblo; el colegio supuso un reto y el empeño por aprender el idioma me hizo olvidar todo lo español, pero era curioso, soñaba con las calles embarradas, con la torre de la Iglesia Vieja, con mis amigos del colegio y con Lucero corriendo por caminos pedregosos.

Mi abuelo era mi gran confidente y me llevaba a la bodega donde trabajaba para que oliera el mosto. «Hijo, el olor a mosto y el olor a tierra mojada es igual en todos los rincones del mundo», me decía. Y yo le preguntaba que cómo podía saber eso si había viajado tan poco como yo…

—Estuve en la guerra en el frente de Madrid, tragando tierra y miedo; he segado en la Ribera, he labrado tierras manchegas, he arrancado esparto en muchos montes y he bebido vino en todos esos lugares, y te aseguro que el sudor de los hombres y el olor de la tierra es idéntico siempre. —Los ojos del viejo Teodoro se volvían acuosos cuando hablaba de estas cosas.

—En la vida civil y en la vida militar para seguir viviendo hay que saber mirar de frente y enfocar el horizonte —añadía.

Lo de la vida civil y la vida militar siempre me hizo gracia, porque era una coletilla con la que iniciaba muchos de sus consejos.

Acabo de darme cuenta de una curiosidad, todos los perros que me han acompañado en mi vida han tenido nombres relacionados con el universo: Lucero, el perro yeclano, tenía unos ojos grandes y brillantes; Luna, mi primera perra francesa, blanca y nocturna, se pasaba las noches despierta cerca de mi cama; años más tarde Juliette me regaló una perra preciosa a las que pusimos el nombre de Venus por su belleza y cuando mi hermana Sophie me entregó a mi perro querido, ya venía con nombre desde Toulouse, Saturno; este es el más listo de todos y el de mirada más penetrante.

Los nombres mitológicos me gustan y los héroes griegos o romanos también, pero mi héroe favorito siempre fue mi abuelo Teodoro. Saturno no lo conoció y yo le hablo de él de vez en cuando: le cuento la guerra que perdieron los españoles y el hambre que sufrieron después. Le hablo del trabajo ingrato de una generación para levantar un país, de la emigración de los campesinos y de las bodegas. Al acabar mi monólogo le pongo un poco de comida en su cuenco y me sirvo un vino rojo Minervois; sé muy bien por qué este vino y su olor me recuerdan a mi héroe.

Los héroes de cartón piedra o de papel cuché son vacíos, fatuos y solo sirven para consuelo de fantasiosos y desocupados, pero los héroes reales labraban la tierra, calzaban albarcas y se alimentaban con un poco de tocino y pan negro.

Hoy he visto a un hombre de mi edad paseando con un niño que debía ser su nieto y le hablaba de su pueblo en Ecuador; le he sonreído y él me ha mirado con extrañeza: creo que no ha entendido mi gesto.

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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2 COMENTARIOS

  1. Teo un relato emotivo.
    La España del «franquismo» es el periodo comúnmente aceptado de la dictadura, otros dicen que hay que llamarlo, lisa y llanamente, fascismo.
    Se centra en la figura del dictador, y se nos oculta las clases beneficiarias del régimen, el poder real. Un solo ejemplo, el primer banco o entidad financiera en estos momentos (no pongo nombre) en aquel entonces era solo un banco de provincia. Clase beneficiaria de la dictadura.
    Otros, como Teo y su familia, clase perjudicada, tuvieron que marchar hacía Francia y no lo hicieron solos. Muchos de mis vecinos también se fueron. Unos volvieron años después otros se les casaron los hijos allí y se quedaron para siempre.
    Detrás de estas historias, como la Teo, hay dramas humanos. Tengo familia en Causses et Veyran (Heráult) que seguramente se tuvieron que dejar el perro, amigos, su tierra y todo eso.
    La España aislada, del racionamiento, de la pobreza, de la falta de trabajo, del modelo económico
    autárquico… es la que hizo que muchos compatriotas se tuvieran que marchar a Francia, Alemania, Suiza…
    Estas cosas que relata Teo que casi me emocionan por haberlas vivido, es producto de una odiosa guerra civil entre hermanos, que hoy muchos parecen desear. Lo mismo es porque no vivieron esa España de la pobreza para los de siempre y, el beneficio para los de siempre, los que deciden nuestros destinos que actualmente dominan la banca o el Ibex-35.
    Teo y su sabiduría de «haber vivido» mucho y en años difíciles es digno de leer y releer este relato de su andadura por tierras extrañas.

    «Cuándo salí de mi tierra volví la cara llorando porque lo que más quería atrás lo iba dejando…
    Juanito Valderrama. ¡El emigrante! Hoy, también se nos olvidó la España emigrante que fuimos.

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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