Nació Isabel Rodrigues en la casa de una finca justo en la frontera entre Montealegre del Castillo y Yecla; en las fronteras nacen las diosas, dijo su padre, y aseguraba que su niña era de la misma estirpe que la dama oferente del Cerro de los Santos. Era el año 1928; se decía que ese año hasta el resuello de las mulas era de escarcha. Aseguraban los mayores que ese invierno se helaron hasta las palabras.
La parieron un domingo de febrero a media mañana, una tórtola cantaba en una jaula y en las brasas se doraban unos torreznos. Insinuaba mi madre que esas podían ser las causas de su carácter cantarín y de su lozanía y nos deleitaba con el relato de su llegada al mundo como si lo recordara perfectamente.
Aquel día llovía como si el cielo se derramara de golpe y las viñas se inundaron de agua. Su padre no pudo sacar el ganado al campo y el barro de los caminos tardó en secarse más de ocho días.
Las buenas biografías siempre empiezan con un acontecimiento extraordinario y eso pasó con la de mi madre: cada vez que lo contaba añadía nuevos detalles, de olores, de sonidos o de colores. Aseguraba que en la sala donde vio la primera luz, las paredes estaban pintadas de amarillo. Imitaba las voces de sus padres y la voz chillona de la matrona que atendió el parto, que de casualidad estaba de visita en una casa cercana. Afinaba el tono y ponía acento murciano: «Hostia Pascualica, que la criatura es pelirroja y mueve los labios como si quisiera hablar»; pero Pascuala seguía empujando sin hacer mucho caso.
Y eso fue lo importante del caso, que al nacer mi madre, en cuanto se vio fuera del cuerpo de su madre dijo en un perfecto castellano: «¡Que alguien cierre esa ventana!». Todos se quedaron patidifusos y mi abuela le abrió la boca para ver si tenía dientes, porque dicen que si naces con dientes es que estas endemoniado; pero no, la niña era normal, tenía las encías normales, como las niñas recién nacidas. Lloraba a pulmón abierto cuando le daba la luz en los ojos y había que amamantarla en la oscuridad.
Contaba su padre, mi abuelo Pedro ‘el lusitano’, que en Arronches, su pueblo, todas las niñas al nacer hablan. Es más, casi todas hablan dos idiomas: el castellano y el portugués; y una abuela suya hasta balbuceaba algunas palabras en latín.
Dos semanas más tarde, cuando los caminos se volvieron transitables, le colocaron un antifaz y la llevaron en una tartana al pueblo para que el médico analizara a la recién nacida. Cuando le contaron el nacimiento de la criatura, el doctor no daba crédito e intentaron que volviese a hablar abriendo y cerrando ventanas, o iluminando su cara con focos, pero la niña lo único que hacía cuando una luz le deslumbraba era llorar o gritar, según la intensidad lumínica. Le pusieron de nombre Isabel, como una reina portuguesa a la que hicieron santa. Mi abuela, que era yeclana, decidió registrarla en el juzgado de Montealegre del Castillo. Quería que su hija fuese manchega y además el pueblo estaba más cerca, pero la bautizaron en Yecla porque pensaban que la virgen del Castillo era más protectora que la virgen de la Consolación, patrona de Montealegre.
Mi madre nos contaba la visita a la consulta del pediatra cambiando de voces y gesticulando. Se ponía las gafas de coser en la punta de la nariz, abultaba la barriga, se ponía las manos en la espalda y decía con voz engolada: «Señora, eso no es posible, no hubo ni hay ni habrá en la historia fenómeno como el que usted relata, es científicamente imposible, y además es una impostura». Y Pascuala le contestó que la postura había sido la natural, pero que la niña habló al nacer. Así que dio un portazo y salieron de la consulta, repitiendo la palabra del pediatra:
—¡Impostura, impostura, menuda mierda de palabreja y menudo médico de mierda! —En esta parte hacía una pausa y nos reíamos a gusto.
La Panochita, que así era como la llamaban en la familia, tuvo desde que nació un pelo cobrizo y brillante. Cuando mi abuela iba al lavadero y la llevaba en un cesto, el resto de mujeres se deshacía en elogios; mi abuela, orgullosa, contaba que en Portugal todas las mujeres eran pelirrojas. Como entonces nadie viajaba, la creían. Además, contaba una historia que a todas las amigas cautivaba:
—Es que mi marido es medio vikingo y medio romano; ahí donde lo veis apacentando sus cabras, es descendiente de un emperador.
Sí, vengo de una familia fantasiosa y posiblemente de origen imperial.
De hecho, cuando Muñoz Barberán pintó las bóvedas de la Purísima, la quiso retratar como Judith, pero a mi madre no le gustó la idea porque a ella eso de cortar cabezas no le parecía correcto. Nunca supimos si era cierto o no, pero pasamos noches muy divertidas escuchando sus relatos.
El abuelo Teodoro también contaba el nacimiento de la Panochita. Contaba que se juntaron en un ventorrillo todos los amigos y se bebieron una arroba de vino para celebrar el nacimiento de semejante prodigio.
Mis abuelos paternos vivían en la misma casa de labranza. A las familias las separaba un tabique y contaba mi padre que oyó el primer llanto y el primer grito de la que años más tarde sería su mujer. Mi padre era un año mayor y dice que se enamoró de ella en cuanto la vio; a mis hermanas eso les parecía la cosa más romántica del mundo.