Carmen y Enrique venían a Pepieux a la vendimia y desde entonces nació una amistad casi familiar. Mi hermana Jeanne y la hija de estos amigos eran de la misma edad y mantienen la amistada hasta hoy. En 2003, Carmen llamó a mi madre para invitarla a las Fiestas de la Virgen. Carmen cumplía ochenta años y era la excusa perfecta para encontrarse.
Empujados por el entusiasmo de mi hermana mayor, decidimos viajar en diciembre a Yecla. A mi madre le apetecía volver, pero tenía dudas y una extraña sensación de miedo que durante el viaje nos desveló: volvía sin mi padre, ya fallecido, y se sentía culpable por ello. Cuarenta y tres años ausente del pueblo, mi madre sospechaba que volvía a un pueblo extraño; regresaba al pasado y eso la asustaba. Nos dijo que era como viajar en la máquina del tiempo. Finalmente, mi hermana la convenció para volver, diciéndole que yo las acompañaría. Acepté sin dudarlo.
—Me parece un viaje de despedida y eso da mucho vértigo —señaló medio sonriendo para quitarle importancia.
Recordé una frase de mi abuelo sobre el frío de diciembre: “La escarcha blanquea los barbechos y un aire persistente taladraba los oídos. Es el viento del diablo susurrando maldades todo el día”.
Llevaba en mi maleta ropa como si viajara al Polo Norte; luego no fue para tanto.
Cuando mi madre vio la cúpula de la Iglesia Nueva al bajar por los altos de Caudete, le entró una especie de hipo y se cubrió los ojos; aminoré la velocidad y nos fuimos acercando poco a poco al pueblo.
Llegamos a Yecla el 5 de diciembre; mi hermana estaba entusiasmada, ella es muy francesa y muy sociable. Mi madre lo miraba todo con sorpresa, no reconocía nada. El recibimiento de Carmen y los abrazos de las cuatro amigas nos emocionó a todos.
Yo estaba impaciente por volver a probar el vino yeclano del que mi padre sentenciaba: “Araña hasta el alma”. Mi abuelo me había hablado con misterio de algunas antiguas tabernas y sufrí un desengaño cuando me dijeron que ya no existía ninguna. Por lo tanto, imagino que tampoco viven ya los pintorescos parroquianos… Sin embargo, Enrique me dijo al oído, para que no se enteraran las entusiasmadas:
—Espera a conocer a mis primos o a mi yerno y verás cómo encaja con lo que te contaron; todavía quedan especímenes anclados en el siglo pasado. —Lo decía sonriendo con sorna y refiriéndose al siglo XIX, no gesticulé para no desvelar nuestra complicidad.
—Nos vamos a tomar dos vasicos de vino y unas olivicas de cáustico que es lo mejor del mundo contra la hipocresía. —Enrique entendía el mundo de manera muy sencilla, era un sabio, lo de la hipocresía no lo entendí en ese momento.
¿Las fiestas? Son un retumbar de trabucazos incesante y una competición a ver quién hace más ruido. Vestidos con frac y bicornio negro, detrás un sirviente o cargador con capa y gorra. No le encontraba sentido a nada, hacen continuos pasacalles antes de las fiestas, por eso pregunté: «¿Si rememoran una batalla de 1642, se vestían así en esa época o acaso iban a la guerra como si fuesen de boda?». Nadie supo responderme y un primo ceñudo de Enrique se molestó; la verdad es que a mí tampoco me interesaba demasiado la respuesta, era curiosidad antropológica.
Pero lo que me pareció más absurdo fue que llevan detrás de cada escuadra de arcabuceros una banda de música que nadie puede escuchar, sobre todo cuando suben al castillo a por la Virgen y la bajan disparando continuamente. Los pobres músicos tiritando de frío, con los trombones y los clarinetes escarchados, tocan sin parar imagino que para calentarse al menos las gargantas. Ni mitones ni capuchas pueden amortiguar el helor yeclano y pensé que como nadie les escucha podrían tocar la Marsellesa; pero no dije nada que por aquí tienen la piel muy fina.
Lo mejor fue la hospitalidad de nuestros amigos y las comidas con las que nos agasajaron: pelotas para un regimiento un día, riquísimas por cierto; gazpachos yeclanos de una consistencia exquisita otro día. Las gachasmigas no me gustan, me parece un amasijo de harina, aceite y ajos sin limite; las comen con trozos de pan, no he conseguido que me sienten bien nunca y cada vez que lo intento sufro de acidez durante tres días.
Del estruendo de arcabuces no quiero ni hablar; se lo toman tan en serio que parece que quieren tomar el palacio de invierno.
El día 7 es La Bajada de la Virgen del Castillo; al llegar a la puerta de la iglesia nueva, cientos de arcabuceros montan una tanda de disparos que se me hizo interminable. Son las arcas cerradas. Mientras tanto, un abanderado se afana en el atrio de la iglesia haciendo bailar una gran bandera azul y blanca con la cruz de San Andrés y repleta de bordados.
Enloquecimiento sonoro colectivo, y entre el humo aparece una imagen con adornos barrocos, con una peluca larguísima de tirabuzones imposibles y llena de joyas; apenas se le ven los dedos cubiertos con anillos y abalorios. Un manto azul bordado en oro con ornamentación recargada hasta el empalago; reluce el oro sin límites con esplendor en la agrisada mañana. Un tamborilero solitario y un tío con unas punchas acompañan a unos niños a los que llaman pajes de la Virgen vestidos de príncipe y de princesa; me recordó por algunos detalles a «La ronda de noche» de Rembrandt, pero con una luz menos interesante.
Trajes negros, dedos quemados, mechas encendidas, ojos turbios, un sonar incesante de campanas, devoción y costumbre a la par; mucha emoción colectiva. Abrí bien los ojos para no perderme nada y cada acontecimiento me parecía más vehemente que el anterior. Las fiestas populares y yo nunca casamos bien. Lo único que me consolaba era ver a mi madre callada y turbada de la mano de su amiga y a las dos les caían unas lágrimas furtivas de emoción.
Por la tarde asistimos a un pasacalle que llaman la Ofrenda de Flores; el respeto a las tradiciones me mantenía discretamente callado. Demasiado juego de apariencias me parecía a mí, mucho puro y mucho collar de perlas. Eso sí, también muchas flores; aquí las mujeres con traje y peineta van desfilando al ritmo de la banda. Por fin, los músicos tienen su protagonismo.
Busqué la mirada de Enrique y él, muy presto, argumentó que teníamos que hacer una cosa. Mientras ellas entraban a la iglesia, nos fuimos al Andaluz a tomar un par de vinos. Pregunté si tenían algún vino francés; se le cambió el gesto al camarero y no respondió.
El 8 de diciembre o Día de la Virgen, otra tanda de tiroteos y una procesión con la imagen de la Virgen por las calles del pueblo sobre un trono de oro fino con colofón de fuegos artificiales que por aquí llaman castillicos. No se les acaba nunca el frío ni el oro ni la pólvora. Pregunté por qué no hacen las fiestas en septiembre por aquello del buen tiempo. No me contestaron y tampoco me importó demasiado, pero algunos espectadores cercanos dieron un respingo.
Le escuché contar a uno en un bar, muy orgulloso, que festejaban una batalla contra los catalanes y pensé ¡coño, yeclanos contra catalanes!, esto pinta bien y me lié a hacer preguntas hasta que me mandaron a la mierda. Enrique entendió la ironía en mis preguntas y brindamos por los ausentes y por el sentido del humor.
Cuando salimos del pueblo varios días después vi de nuevo los ojos vidriosos de mi madre. Llevábamos el maletero lleno de libricos, de tortas de gazpachos y de botellas de vino.
Joanna no dejaba de hablar de lo bien que lo había pasado, y ya franqueado Caudete me quité los tapones de algodón que me aconsejó Enrique para amortiguar el sonido de los trabucos, el griterío de los niños y los exabruptos de algunos paisanos.
Un buen relato que combina fiestas, gastronomía, sentimientos y preguntas sin contestar. Teo, mantienes su independencia de opinión y es para celebrarlo.
«No es muy común decir que la Ofrenda de Flores es un juego de apariencias, puros, collares de perlas…y flores».
Lo de las bandas de música no es menos cierto. Un amigo músico de Abarán estuvo hace años en Yecla el día de la subida con una banda de música de esa ciudad. Me decía que no sabía para qué tocaban si con el ruido de los arcabuces no se oía nada, salvo algún pasacalle.
Bien Teo, no dices nada censurable pero si dices y planteas las fiestas desde otro punto de vista diferente, muy respetable, pero que en estos lares, todavía, se oye el rechinar.
Tu tiempo en Francia tiene estas cosas, no te gusta la hipocresía, ves las cosas de forma distinta y la dices.
Persiste en ir probando las gachasmigas para el resto sigue igual, no vaya a ser que un día te veamos de «sirviente» de arcabucero.