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🍁 viernes 22 noviembre 2024
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El día de Todos los Santos

Con la llegada del otoño, los boniatos y las castañas asadas eran manjares escasos que disfrutábamos con ansia; cada 31 de octubre, la representación del Tenorio nos aburría con unos versos muy empalagosos, pero que a nosotros nos gustaba cambiar por aquello de…

¿No es verdad Ángel de amor
que en esta apartada orilla
están friendo morcillas
y hasta aquí llega el olor?

El uno de noviembre, la visita al cementerio era obligada. Me entretenía leyendo los nombres de los nichos y de los panteones, buscando apellidos raros. Me afanaba en averiguar en cuántos de ellos aparecía el apellido Carpena; perdía la cuenta, era uno de los más numerosos. Buscaba entre las fotografías de porcelana en blanco y negro alguna cara conocida, pero solo veía rostros con gestos inexpresivos; llegué a pensar que eran retratos inventados, pues todos se parecían entre sí.

En el ambiente del cementerio yeclano, el día de Todos los Santos se respiraba un aire de afectación o de tristeza postiza y algún lejano llanto por una muerte reciente. Pero el bullicio y las conversaciones entre los visitantes generaban una sonoridad hueca entre las calles estrechas de cuatro plantas de nichos.

Asocio a ese día un olor intenso a leña quemada y a licor cantueso.

Las chiquillas  vestían sus mejores vestidos y estrenaban abrigo, pero abundaban las mujeres enlutadas rezando frente a lápidas repletas de flores.

Recuerdo siempre este día con un sol espléndido.

Entonces, el camino de tierra que subía hacia el cementerio era un paseo con unos cuantos bancos viejos, dos filas de pinos raquíticos a un lado y a otro del camino, montones de tierra arenisca y las pozas donde cazábamos ranas.

Ese paseo solo se poblaba de vida el día de Todos los Santos. Ahora es uno de los lugares más vivos del pueblo con el polideportivo, las pistas, la piscina cubierta, un colegio o el famoso centro polivalente. 

Pero hoy quiero hablar de muerte y de muertos, tema que a mucha gente le produce escalofríos. Aun así, la muerte es la única cosa de la que tenemos certeza, además de la de haber nacido. Nadie nos pide permiso para nacer, pero nos esperan ansiosos; de la misma manera, nadie nos pide permiso para arrebatarnos la vida y no sabemos si al otro lado nos espera alguien.

Antes, para los velorios se contrataban plañideras; se desmayaban familiares en los funerales y se gritaba mucho aquello de «¡ay madre que se lo llevan!». En algunos entierros a los que he asistido, me da la risa cuando escucho esa frase y tengo que ausentarme.

Creo que aprender a vivir se aprende viviendo y es fácil o difícil, depende de cada uno; aprender a morir es más complicado, porque nadie sabe lo que hay después. Sospecho que a la gente intensa y vehemente le gustaría morir como se mueren los héroes en algunas películas, después de decir una frase brillante que quede para los libros de historia.

Pero sin duda, lo más complicado de todo esto es explicar a un niño qué es la muerte, porque en ese momento nos damos cuenta de lo poco que reflexionamos sobre este asunto y porque entonces reparamos en lo injusto que es abandonar el mundo al que tanto apego tenemos.

Viviendo en Pepieux, se corrió la voz de la extravagancia de una señora que acababa de fallecer. Todo el pueblo acudió al velatorio para comprobar que era cierto lo de las últimas voluntades de esta anciana francesa: había pedido a sus hijos que en el ataúd, alrededor de ella y sobre su pecho, depositaran todo el embutido posible, sobre todo mortadela, chóped y salchichas. La razón, según ella, era que si los gusanos tenían suficiente carnaza,  dejarían su cuerpo indemne para llegar bien conservada al día del juicio final.

Carmen, la amiga anciana de mi madre, ha pedido a su nieta que la entierren con la silla de ruedas para poderse mover por el cielo con facilidad. «Es que tengo muy mal las piernas, hija”. Su nieta, muy paciente, le contestó que en la otra vida se resucita con el cuerpo de cuando tenías dieciocho años, y entonces Carmen añadió: «En ese caso, déjame algo de ropa tuya, que yo a esa edad era muy rancia y quiero aparecer en el cielo como una moderna actual, que se enteren que en este pueblo no somos antiguos». Luego se ríe y no sabemos si quiere tomarnos el pelo o lo dice en serio, pero su nieta por si acaso ya ha comprado ropa y unas uñas postizas larguísimas, pues la quiere vestir como a la Rosalía. Y las dos, riéndose, dicen eso de ¡malamente, tras, tras!

Lo que más me ha deslumbrado de algunos sitios de España en el día de Todos los Santos es la degustación de buñuelos y huesos de santo, acompañados con mistela, licor de hierbas o vino carmelitano, mientras se escuchan relatos de aparecidos o de almas errantes en busca del purgatorio.

En Galicia, se celebra el Samhain, y se encienden velas y fogatas para orientar a los espíritus al otro mundo y se les prepara comida y bebida en abundancia para recibirlos.

A mí, particularmente, me gustaban las mariposas de aceite que ponía mi madre en memoria de nuestros difuntos.

Aun con todo, lo más aconsejable, dice la tradición, es quedarse en casa en la noche consagrada a los muertos, junto a la estufa o frente a la chimenea, para evitar así a la Santa Compaña. 

Esta procesión de difuntos la abre quien porta la cruz y el caldero de agua bendita, un vivo que no puede mirar atrás y que solo quedará libre si consigue traspasar su condena a otro vivo. Y aquí estamos mi perro y yo medio dormidos, con una botella de mistela casi vacía, hartos de buñuelos, el fuego chisporroteando y sin un espíritu que se digne a visitarnos.


Lee todos los artículos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Con la llegada del otoño, los boniatos y las castañas asadas eran manjares escasos que disfrutábamos con ansia; cada 31 de octubre, la representación del Tenorio nos aburría con unos versos muy empalagosos, pero que a nosotros nos gustaba cambiar por aquello de…

¿No es verdad Ángel de amor
que en esta apartada orilla
están friendo morcillas
y hasta aquí llega el olor?

El uno de noviembre, la visita al cementerio era obligada. Me entretenía leyendo los nombres de los nichos y de los panteones, buscando apellidos raros. Me afanaba en averiguar en cuántos de ellos aparecía el apellido Carpena; perdía la cuenta, era uno de los más numerosos. Buscaba entre las fotografías de porcelana en blanco y negro alguna cara conocida, pero solo veía rostros con gestos inexpresivos; llegué a pensar que eran retratos inventados, pues todos se parecían entre sí.

En el ambiente del cementerio yeclano, el día de Todos los Santos se respiraba un aire de afectación o de tristeza postiza y algún lejano llanto por una muerte reciente. Pero el bullicio y las conversaciones entre los visitantes generaban una sonoridad hueca entre las calles estrechas de cuatro plantas de nichos.

Asocio a ese día un olor intenso a leña quemada y a licor cantueso.

Las chiquillas  vestían sus mejores vestidos y estrenaban abrigo, pero abundaban las mujeres enlutadas rezando frente a lápidas repletas de flores.

Recuerdo siempre este día con un sol espléndido.

Entonces, el camino de tierra que subía hacia el cementerio era un paseo con unos cuantos bancos viejos, dos filas de pinos raquíticos a un lado y a otro del camino, montones de tierra arenisca y las pozas donde cazábamos ranas.

Ese paseo solo se poblaba de vida el día de Todos los Santos. Ahora es uno de los lugares más vivos del pueblo con el polideportivo, las pistas, la piscina cubierta, un colegio o el famoso centro polivalente. 

Pero hoy quiero hablar de muerte y de muertos, tema que a mucha gente le produce escalofríos. Aun así, la muerte es la única cosa de la que tenemos certeza, además de la de haber nacido. Nadie nos pide permiso para nacer, pero nos esperan ansiosos; de la misma manera, nadie nos pide permiso para arrebatarnos la vida y no sabemos si al otro lado nos espera alguien.

Antes, para los velorios se contrataban plañideras; se desmayaban familiares en los funerales y se gritaba mucho aquello de «¡ay madre que se lo llevan!». En algunos entierros a los que he asistido, me da la risa cuando escucho esa frase y tengo que ausentarme.

Creo que aprender a vivir se aprende viviendo y es fácil o difícil, depende de cada uno; aprender a morir es más complicado, porque nadie sabe lo que hay después. Sospecho que a la gente intensa y vehemente le gustaría morir como se mueren los héroes en algunas películas, después de decir una frase brillante que quede para los libros de historia.

Pero sin duda, lo más complicado de todo esto es explicar a un niño qué es la muerte, porque en ese momento nos damos cuenta de lo poco que reflexionamos sobre este asunto y porque entonces reparamos en lo injusto que es abandonar el mundo al que tanto apego tenemos.

Viviendo en Pepieux, se corrió la voz de la extravagancia de una señora que acababa de fallecer. Todo el pueblo acudió al velatorio para comprobar que era cierto lo de las últimas voluntades de esta anciana francesa: había pedido a sus hijos que en el ataúd, alrededor de ella y sobre su pecho, depositaran todo el embutido posible, sobre todo mortadela, chóped y salchichas. La razón, según ella, era que si los gusanos tenían suficiente carnaza,  dejarían su cuerpo indemne para llegar bien conservada al día del juicio final.

Carmen, la amiga anciana de mi madre, ha pedido a su nieta que la entierren con la silla de ruedas para poderse mover por el cielo con facilidad. «Es que tengo muy mal las piernas, hija”. Su nieta, muy paciente, le contestó que en la otra vida se resucita con el cuerpo de cuando tenías dieciocho años, y entonces Carmen añadió: «En ese caso, déjame algo de ropa tuya, que yo a esa edad era muy rancia y quiero aparecer en el cielo como una moderna actual, que se enteren que en este pueblo no somos antiguos». Luego se ríe y no sabemos si quiere tomarnos el pelo o lo dice en serio, pero su nieta por si acaso ya ha comprado ropa y unas uñas postizas larguísimas, pues la quiere vestir como a la Rosalía. Y las dos, riéndose, dicen eso de ¡malamente, tras, tras!

Lo que más me ha deslumbrado de algunos sitios de España en el día de Todos los Santos es la degustación de buñuelos y huesos de santo, acompañados con mistela, licor de hierbas o vino carmelitano, mientras se escuchan relatos de aparecidos o de almas errantes en busca del purgatorio.

En Galicia, se celebra el Samhain, y se encienden velas y fogatas para orientar a los espíritus al otro mundo y se les prepara comida y bebida en abundancia para recibirlos.

A mí, particularmente, me gustaban las mariposas de aceite que ponía mi madre en memoria de nuestros difuntos.

Aun con todo, lo más aconsejable, dice la tradición, es quedarse en casa en la noche consagrada a los muertos, junto a la estufa o frente a la chimenea, para evitar así a la Santa Compaña. 

Esta procesión de difuntos la abre quien porta la cruz y el caldero de agua bendita, un vivo que no puede mirar atrás y que solo quedará libre si consigue traspasar su condena a otro vivo. Y aquí estamos mi perro y yo medio dormidos, con una botella de mistela casi vacía, hartos de buñuelos, el fuego chisporroteando y sin un espíritu que se digne a visitarnos.


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Teo Carpena
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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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Teo Carpena
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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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