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🍁 miércoles 11 diciembre 2024
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Un lago milenario

Me habría gustado nacer cerca de un caudaloso rio de aguas transparente, pero fui a nacer a la orilla de un cerro pedregoso y en una tierra de secano. Mi abuelo decía que Yecla estaba construida sobre un lago milenario y que algún día este se tragaría al pueblo entero. Aseguraba que la rareza de los yeclanos venía más por la humedad de sus casas que por el viento.
Cerca del mar se vive mejor, dicen los turistas de interior, algunos isleños y los hombres rana, pero a mí siempre me ha parecido el lugar más inhóspito del mundo y para colmo, el agua es salada como los demonios. Es verdad que como espectáculo visual no está mal, pero sus cambios de mareas desconcertantes, las variaciones continuas de color y el batir incesante de olas me ponen muy nervioso.

De niño fantaseaba con explorar el lago milenario del subsuelo local, que imaginaba de aguas serenadas y silenciosas. Lo que no entiendo es cómo hay gente que para relajarse escucha sonidos grabados de olas; a mí eso me parece un martirio, pero dicen que acaba con el estrés y serena el espíritu (demasiadas cualidades para un fenómeno tan repetitivo). Yo prefiero el fluir de un rio y me habría gustado vivir en un pueblo con un rio grande, sobre todo por ver correr su caudal cada mañana al despertar, que según dicen algunos filósofos espiritualistas, ese flujo permanente es una metáfora de la vida.

Cuando estudiábamos geografía en el colegio, yo leía los nombres de los ríos y se me llenaba la boca de agua limpia al nombrarlos: Misisisipi, Orinoco, Ebro, Paraná, Nilo, o Bravo… Todos me cosquilleaban el paladar al pronunciar sus sílabas; todos me evocaban historias míticas.

Soñaba con navegar por el Támesis y pasar por debajo del puente levadizo de la torre de Londres. Más tarde descubrí que lo que me gustaba de verdad es el paso apacible del caudal cuando las aguas se remansan. Al igual que la poesía zen, buscaba en el fluir del agua las respuestas sencillas a las cosas complejas de la vida.

También fantaseaba con bañarme en el Estigia, donde sumergieron a Aquiles, para volverme como él, invulnerable. Tengo debilidad por el Tajo, abrazando la ciudad de Toledo, o cuando comienza a morir y se desliza por Lisboa agrandándose silenciosamente.

A mi madre le relajaba el gotear suave del agua en una fuente; a mi padre el tic-tac del reloj viejo de pared que había heredado de su tía Asunción; mi abuelo se abrazaba a los toneles de roble y decía sentirse acunado por el bullir del vino fermentando. Ana es capaz de relajarse hasta la inconsciencia escuchando el canto de los grillos en verano; y yo elijo el roce del agua de una acequia en contacto con la hierba.

En los años cincuenta en Yecla, la gente sabía que el nuestro era un pueblo de secano. No había piscinas particulares y el único canal de agua corriente del que disfrutábamos era la acequia que venía del Cerrico de la Fuente. ¡Qué bien me sabía el agua de aquel abrevadero!, lleno de verdín. junto al Parque de las Pencas, que fluía transparente y fresquita camino de los huertos.

Siempre que conozco a alguien de un pueblo con rio y me cuenta cómo pescaban cangrejos o se bañaban en verano, siento envidia. Nosotros teníamos las pozas cercanas al cementerio donde ahora están las pistas deportivas; íbamos a pillar ranas y los más atrevidos llegaban a bañarse. A mí me da miedo bañarme en agua estancada, si no es transparente, y me da asco el fango. Necesito ver el fondo y por eso prefiero las piscinas grandes y limpias donde se pueda nadar.

Dicen que en el fondo del mar viven sirenas, pero yo he visto a Ana este verano nadar en una piscina de un hotel y cuando salió del agua con el pelo mojado escurriéndole por el escote del bañador, sentí mareos como si fuese balanceado por el vaivén de una embarcación que me llevara al paraíso.


Relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Me habría gustado nacer cerca de un caudaloso rio de aguas transparente, pero fui a nacer a la orilla de un cerro pedregoso y en una tierra de secano. Mi abuelo decía que Yecla estaba construida sobre un lago milenario y que algún día este se tragaría al pueblo entero. Aseguraba que la rareza de los yeclanos venía más por la humedad de sus casas que por el viento.
Cerca del mar se vive mejor, dicen los turistas de interior, algunos isleños y los hombres rana, pero a mí siempre me ha parecido el lugar más inhóspito del mundo y para colmo, el agua es salada como los demonios. Es verdad que como espectáculo visual no está mal, pero sus cambios de mareas desconcertantes, las variaciones continuas de color y el batir incesante de olas me ponen muy nervioso.

De niño fantaseaba con explorar el lago milenario del subsuelo local, que imaginaba de aguas serenadas y silenciosas. Lo que no entiendo es cómo hay gente que para relajarse escucha sonidos grabados de olas; a mí eso me parece un martirio, pero dicen que acaba con el estrés y serena el espíritu (demasiadas cualidades para un fenómeno tan repetitivo). Yo prefiero el fluir de un rio y me habría gustado vivir en un pueblo con un rio grande, sobre todo por ver correr su caudal cada mañana al despertar, que según dicen algunos filósofos espiritualistas, ese flujo permanente es una metáfora de la vida.

Cuando estudiábamos geografía en el colegio, yo leía los nombres de los ríos y se me llenaba la boca de agua limpia al nombrarlos: Misisisipi, Orinoco, Ebro, Paraná, Nilo, o Bravo… Todos me cosquilleaban el paladar al pronunciar sus sílabas; todos me evocaban historias míticas.

Soñaba con navegar por el Támesis y pasar por debajo del puente levadizo de la torre de Londres. Más tarde descubrí que lo que me gustaba de verdad es el paso apacible del caudal cuando las aguas se remansan. Al igual que la poesía zen, buscaba en el fluir del agua las respuestas sencillas a las cosas complejas de la vida.

También fantaseaba con bañarme en el Estigia, donde sumergieron a Aquiles, para volverme como él, invulnerable. Tengo debilidad por el Tajo, abrazando la ciudad de Toledo, o cuando comienza a morir y se desliza por Lisboa agrandándose silenciosamente.

A mi madre le relajaba el gotear suave del agua en una fuente; a mi padre el tic-tac del reloj viejo de pared que había heredado de su tía Asunción; mi abuelo se abrazaba a los toneles de roble y decía sentirse acunado por el bullir del vino fermentando. Ana es capaz de relajarse hasta la inconsciencia escuchando el canto de los grillos en verano; y yo elijo el roce del agua de una acequia en contacto con la hierba.

En los años cincuenta en Yecla, la gente sabía que el nuestro era un pueblo de secano. No había piscinas particulares y el único canal de agua corriente del que disfrutábamos era la acequia que venía del Cerrico de la Fuente. ¡Qué bien me sabía el agua de aquel abrevadero!, lleno de verdín. junto al Parque de las Pencas, que fluía transparente y fresquita camino de los huertos.

Siempre que conozco a alguien de un pueblo con rio y me cuenta cómo pescaban cangrejos o se bañaban en verano, siento envidia. Nosotros teníamos las pozas cercanas al cementerio donde ahora están las pistas deportivas; íbamos a pillar ranas y los más atrevidos llegaban a bañarse. A mí me da miedo bañarme en agua estancada, si no es transparente, y me da asco el fango. Necesito ver el fondo y por eso prefiero las piscinas grandes y limpias donde se pueda nadar.

Dicen que en el fondo del mar viven sirenas, pero yo he visto a Ana este verano nadar en una piscina de un hotel y cuando salió del agua con el pelo mojado escurriéndole por el escote del bañador, sentí mareos como si fuese balanceado por el vaivén de una embarcación que me llevara al paraíso.


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