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🍁 jueves 12 diciembre 2024
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Lluvia

En este pueblo llueve como si fuera a derramarse el cielo. Recuerdo siendo niño que me quedé solo en casa (fue una víspera de Navidad, lo recuerdo porque estaba moviendo las figuras del belén), sonó un estruendo seco como un cañonazo y se inició una de esas tormentas que hacen tambalearse el mundo. Sonaban truenos como si el planeta se estuviese agrietando, retumbaba la tierra y el agua corría calle abajo como un río enloquecido. Vi a través de la ventana cómo se oscurecía de pronto el día.

Mi madre no llegaba, cogí un viejo impermeable y me fui a buscarla; pensé que aquello era otro diluvio universal y decidí que de ahogarme lo haría abrazado a ella. De camino al mercado la tormenta se intensificó, la lluvia en los charcos de la Corredera hacía gorgoritos, los relámpagos iluminaban las fachadas y por cada callejón que cruzaba bajaba un manantial. No podía saltar los anchos regueros de agua y los atravesaba descalzo con mis zapatos en la mano; cuando llegué a la plaza del ayuntamiento y me refugié en los soportales iba empapado hasta el alma, el cielo era oscuro como una cueva, pero toda la tranquilidad del mundo me invadió cuando escuché la voz de mi abuelo Teodoro, que empapado como yo me habló, y su voz sonó como música celestial:

—Pero hijo, ¿qué haces aquí? Tendrías que estar en casa.
—Tenía miedo y estaba solo —respondí. Mi abuelo me abrazó, el cielo siguió vaciándose, pero yo estaba a salvo.

Una de las últimas tormentas me sorprendió por el centro del pueblo; iba solo y sin paraguas y me refugié en los soportales del auditorio. Coincidí bajo esos arcos con varias personas; un tío bajito y panzudo, que me miraba fijamente, se me acercó y me dijo como susurrando:

—Ya no llueve como antes, esto del cambio climático ha hecho que llueva de manera torrencial, está claro que nos estamos cargando el planeta.

No le contesté, pero como le miré a los ojos, el tío siguió hablando. Los charlatanes no soportan a un interlocutor callado, eso les desconcierta y entonces se afanan en cambiar de tema continuamente buscando complicidad. Me contó un lío tremendo sobre las goteras del tejado de su casa, de la dejadez del ayuntamiento y de la falta de previsión de los meteorólogos. Seguí mirándole a ver hasta dónde era capaz de llegar, pero me sacó de mi embeleso mi amigo Salvador, que apareció de pronto con un paraguas enorme.

—Vamos Teodoro, que te estaba buscando. Tengo el coche cerca y te acerco a tu casa —y para despedirme del pesimista, me dirigí a él con los ojos muy abiertos y le dije con el mismo tono meloso que él utilizaba:
—El mundo está a punto de acabarse, se acerca el día del juicio final y en dos días llegarán los siete arcángeles del apocalipsis. Cuídese —lo dejé serio y pensativo.
—¿Qué le has dicho al pobre hombre que ha puesto esa cara? —me preguntó mi amigo.
—Nada importante, solo de he dejado un mensaje de Yahvé.
—Desde que te casaste te veo muy religioso.
—No, es que me gusta dar mensajes a los apocalípticos; a los yeclanos les gusta sufrir, así que yo les doy alegrías.

Siguió lloviendo ese día un par de horas más y el campo quedó anegado. Siempre he temido más a la lluvia que al fuego, de niño vi bajar una torrontera por la rambla «de la puta» y todavía recuerdo el sonido de las ramas quebrándose y la velocidad del agua arrastrando piedras y matorrales. Me abracé a mi padre mientras veíamos desde un alto el espectáculo.

Mi miedo a las tormentas es a causa de mi nacimiento. Me contaba mi madre que una tormenta muy aparatosa la acompañó durante el parto y que al nacer empecé a llorar y no dejé de hacerlo hasta que los truenos no se silenciaron. Cada vez que tronaba, mi madre me contaba cuentos, cuentos inventados de cabritillos recién nacidos que jugaban en la hierba, o de caminos de tierra seca por donde cabalgaban caballeros buscando a su amada.

En mis pesadillas, el agua siempre es torrencial y turbia. En los sueños eróticos, sin embargo, el cielo es azul y la única humedad es la de la boca de mi amada.
Hoy la noche es oscura, muy oscura, no se ve ni una sola estrella; el cielo es impreciso y a lo lejos sonó un trueno que me desveló, bajé a la cocina a beberme un vaso de agua; sobre la mesa encontré un libro: «La realidad líquida», de Bauman. El Panocha se lo ha dejado a Ana, le eché una ojeada y leí algunas líneas.

Gotea la cisterna del retrete, intento arreglarla y no lo consigo; el goteo me pone nervioso, cierro la llave de paso y vuelve el silencio.
Ana duerme con una placidez asombrosa, la gata se esconde entre los cojines del sofá para dormir y Saturno ronca como un señor mayor, tumbado cerca de los rescoldos de la chimenea, tapándose los ojos con las patas delanteras.

Las teorías del mundo líquido contienen algunos amagos de verdad y es cierto que todo lo existente, incluidas las ideas, son efímeras y cambiantes, pero los conservadores añoramos el mundo físico, real y palpable como las piedras. Amanece y acaba de empezar a llover; el cielo parece desplomarse, pero estamos a salvo porque es Navidad.


Blog de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

En este pueblo llueve como si fuera a derramarse el cielo. Recuerdo siendo niño que me quedé solo en casa (fue una víspera de Navidad, lo recuerdo porque estaba moviendo las figuras del belén), sonó un estruendo seco como un cañonazo y se inició una de esas tormentas que hacen tambalearse el mundo. Sonaban truenos como si el planeta se estuviese agrietando, retumbaba la tierra y el agua corría calle abajo como un río enloquecido. Vi a través de la ventana cómo se oscurecía de pronto el día.

Mi madre no llegaba, cogí un viejo impermeable y me fui a buscarla; pensé que aquello era otro diluvio universal y decidí que de ahogarme lo haría abrazado a ella. De camino al mercado la tormenta se intensificó, la lluvia en los charcos de la Corredera hacía gorgoritos, los relámpagos iluminaban las fachadas y por cada callejón que cruzaba bajaba un manantial. No podía saltar los anchos regueros de agua y los atravesaba descalzo con mis zapatos en la mano; cuando llegué a la plaza del ayuntamiento y me refugié en los soportales iba empapado hasta el alma, el cielo era oscuro como una cueva, pero toda la tranquilidad del mundo me invadió cuando escuché la voz de mi abuelo Teodoro, que empapado como yo me habló, y su voz sonó como música celestial:

—Pero hijo, ¿qué haces aquí? Tendrías que estar en casa.
—Tenía miedo y estaba solo —respondí. Mi abuelo me abrazó, el cielo siguió vaciándose, pero yo estaba a salvo.

Una de las últimas tormentas me sorprendió por el centro del pueblo; iba solo y sin paraguas y me refugié en los soportales del auditorio. Coincidí bajo esos arcos con varias personas; un tío bajito y panzudo, que me miraba fijamente, se me acercó y me dijo como susurrando:

—Ya no llueve como antes, esto del cambio climático ha hecho que llueva de manera torrencial, está claro que nos estamos cargando el planeta.

No le contesté, pero como le miré a los ojos, el tío siguió hablando. Los charlatanes no soportan a un interlocutor callado, eso les desconcierta y entonces se afanan en cambiar de tema continuamente buscando complicidad. Me contó un lío tremendo sobre las goteras del tejado de su casa, de la dejadez del ayuntamiento y de la falta de previsión de los meteorólogos. Seguí mirándole a ver hasta dónde era capaz de llegar, pero me sacó de mi embeleso mi amigo Salvador, que apareció de pronto con un paraguas enorme.

—Vamos Teodoro, que te estaba buscando. Tengo el coche cerca y te acerco a tu casa —y para despedirme del pesimista, me dirigí a él con los ojos muy abiertos y le dije con el mismo tono meloso que él utilizaba:
—El mundo está a punto de acabarse, se acerca el día del juicio final y en dos días llegarán los siete arcángeles del apocalipsis. Cuídese —lo dejé serio y pensativo.
—¿Qué le has dicho al pobre hombre que ha puesto esa cara? —me preguntó mi amigo.
—Nada importante, solo de he dejado un mensaje de Yahvé.
—Desde que te casaste te veo muy religioso.
—No, es que me gusta dar mensajes a los apocalípticos; a los yeclanos les gusta sufrir, así que yo les doy alegrías.

Siguió lloviendo ese día un par de horas más y el campo quedó anegado. Siempre he temido más a la lluvia que al fuego, de niño vi bajar una torrontera por la rambla «de la puta» y todavía recuerdo el sonido de las ramas quebrándose y la velocidad del agua arrastrando piedras y matorrales. Me abracé a mi padre mientras veíamos desde un alto el espectáculo.

Mi miedo a las tormentas es a causa de mi nacimiento. Me contaba mi madre que una tormenta muy aparatosa la acompañó durante el parto y que al nacer empecé a llorar y no dejé de hacerlo hasta que los truenos no se silenciaron. Cada vez que tronaba, mi madre me contaba cuentos, cuentos inventados de cabritillos recién nacidos que jugaban en la hierba, o de caminos de tierra seca por donde cabalgaban caballeros buscando a su amada.

En mis pesadillas, el agua siempre es torrencial y turbia. En los sueños eróticos, sin embargo, el cielo es azul y la única humedad es la de la boca de mi amada.
Hoy la noche es oscura, muy oscura, no se ve ni una sola estrella; el cielo es impreciso y a lo lejos sonó un trueno que me desveló, bajé a la cocina a beberme un vaso de agua; sobre la mesa encontré un libro: «La realidad líquida», de Bauman. El Panocha se lo ha dejado a Ana, le eché una ojeada y leí algunas líneas.

Gotea la cisterna del retrete, intento arreglarla y no lo consigo; el goteo me pone nervioso, cierro la llave de paso y vuelve el silencio.
Ana duerme con una placidez asombrosa, la gata se esconde entre los cojines del sofá para dormir y Saturno ronca como un señor mayor, tumbado cerca de los rescoldos de la chimenea, tapándose los ojos con las patas delanteras.

Las teorías del mundo líquido contienen algunos amagos de verdad y es cierto que todo lo existente, incluidas las ideas, son efímeras y cambiantes, pero los conservadores añoramos el mundo físico, real y palpable como las piedras. Amanece y acaba de empezar a llover; el cielo parece desplomarse, pero estamos a salvo porque es Navidad.


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