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🍁 viernes 22 noviembre 2024
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La mujer del pañuelo rojo

En mis sueños eróticos de joven aparecía a menudo una mujer con pañuelo rojo en la cabeza. Muchos días amanecía excitado; siempre me despertaba cuando se me acercaba desnuda dispuesta a satisfacer mi deseo. Era frustrante, ya que nunca llegaban a unirse nuestros cuerpos. Solo recordaba su pelo rubio, la redondez de sus pechos, el movimiento bamboleante de sus caderas y el pañuelo rojo en la cabeza. Hace muchos años de eso y lo había olvidado, pero ayer tuve una angustiosa pesadilla: la veía reír, gemía de manera ruidosa como a punto de llegar al orgasmo y empuñaba un cuchillo manchado de sangre. Venía hacia mí con intenciones nada claras; su cara era borrosa…

Desperté sudoroso y pensando que prefería los sueños de antes. Durante el desayuno, le conté los sueños y la pesadilla a mi mujer y a mi hermana. Las risas fueron sonoras y no dejaban de ironizar con el tema, pretendiendo encontrar una tara sexual al estilo Freudiano. Para rematar, conté que a todas las mujeres de mi vida las recordaba con pañuelos rojos, incluidas a ellas. Jeanne me miró con sarcasmo y me llamó perverso; sabía que bromeaba, pero yo por las mañanas, recién levantado, carezco de sentido del humor, así que le contesté que ella no era mi tipo.

Ana aseguró que no se había puesto en la cabeza un pañuelo rojo jamás y tuve que recordarle el disfraz de tabernera de los carnavales de hace tres años.

Yo estaba preocupado con mi pesadilla, pero estas mujeres no se tomaban en serio mis obsesiones: dicen que soy demasiado intenso. Cuando se fueron, me quedé mirando a Saturno y este, como adivinó en mi manera de mirarle la intención de volver a contar la aventura nocturna de la mujer del pañuelo rojo, salió corriendo de la cocina.

Decidí darme un paseo por el pueblo y dejé a mi perro con la gata; este cobarde cada vez está más perezoso y dice que la gente le molesta.

Estaba nublado, pero no cogí paraguas; es muy difícil que llueva en este pueblo y si llueve no sirven para nada esos incómodos artilugios.

Vi de lejos a una mujer con pañuelo rojo, me pareció una broma del destino. La seguí. Titubeaba como si estuviese perdida, se paraba en todos los escaparates de la calle, aceleraba el paso y luego se detenía. Al llegar a la placica de San Cayetano se metió al mercado; la seguí también. Por un momento me sentí como un detective de película.

Me gustan todos los mercados del mundo, este es pequeño y poco ruidoso. Fue directa a la carnicería y resultó que la dependienta era una hermosa carnicera de mandil blanco. Empuñaba un enorme cuchillo, que manejaba con cierta torpeza; eso me puso muy nervioso. Cuando veo a alguien acercarse a un precipicio me produce vértigo, en el caso de los carniceros, me pasa algo parecido: siempre pienso que se van a cortar un dedo y a mí la sangre me angustia, por eso siempre compro la carne cortada y en bandejas. A lo que iba, la del pañuelo esperaba turno, no pude verle la cara. Yo charlaba con la de las aceitunas, que dice conocerme de la infancia; en un descuido de la conversación, desapareció mi perseguida.

Ayer era todo extraño y un poco dramático. El cielo había oscurecido con ese gris misterioso que llaman la luz del apocalipsis. Me vinieron a la memoria algunas tormentas y otros días de cielo negro durante la vendimia francesa; recordé a mi madre con pañuelo rojo. También visualice, mentalmente claro, a Juliette un día playa en Málaga con un sombrero rojo. Todas las mujeres importantes en mi vida han llevado algo rojo en la cabeza y todas paseaban ahora por mi memoria. En mis divagaciones, crucé una calle sin mirar y casi me atropella un coche; con la pitorrada espabilé y volví a la realidad, el conductor dijo algo que acababa en madre y yo le hice una peineta.

Subí por la calle San Francisco, era miércoles, día de mercado. Se escuchaba el bullicio antes de subir las escaleras que dan a la Plaza Mayor. A mi hermana y a Ana les ha dado por vender artesanía en los mercadillos de la zona; hoy es el primer día que plantan su puesto en Yecla. A mis adoradas compañeras le gustan más los mercados de los pueblos manchegos, dicen que estos son más generosos que los alicantinos y los murcianos. Lo llevo diciendo yo desde hace tiempo: La Mancha es el paraíso español.

No sabía dónde habían colocado el puesto, así que tuve que recorrerlos todos hasta llegar a la fachada de la Iglesia Vieja. Allí di con ellas. Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que la mujer del pañuelo rojo estaba comprándoles un cinturón. Me acerqué sigiloso… Ana me la presentó:

—Teo, esta es Margarita, la cuñada de mi hermano.

¡Era la misma mujer de la carnicería, por fin veía su cara! Pero a mí me recordaba a Adela, la de los besos húmedos de mi adolescencia.

Saludos cordiales, sonrisas fingidas; pero cuando se despidió me lanzó una mirada lasciva. «Hasta luego», me dijo con voz acaramelada y pude ver que de su bolso asomaba el mango de un cuchillo grande de cocina.

Anoche soñé con ella y esta vez tenía cara: ¡Margarita! Los labios acarminados, los ojos enormes, el pañuelo granate y el cuchillo brillante y limpio cortando el aire. Se dirigía desnuda hacia mi cama, yo estaba atado con el cinturón que compró en el mercado. Temía por mi vida, apretaba los puños intentando soltarme o darle una patada… Desperté de golpe y muy excitado. Ana dormía.

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

En mis sueños eróticos de joven aparecía a menudo una mujer con pañuelo rojo en la cabeza. Muchos días amanecía excitado; siempre me despertaba cuando se me acercaba desnuda dispuesta a satisfacer mi deseo. Era frustrante, ya que nunca llegaban a unirse nuestros cuerpos. Solo recordaba su pelo rubio, la redondez de sus pechos, el movimiento bamboleante de sus caderas y el pañuelo rojo en la cabeza. Hace muchos años de eso y lo había olvidado, pero ayer tuve una angustiosa pesadilla: la veía reír, gemía de manera ruidosa como a punto de llegar al orgasmo y empuñaba un cuchillo manchado de sangre. Venía hacia mí con intenciones nada claras; su cara era borrosa…

Desperté sudoroso y pensando que prefería los sueños de antes. Durante el desayuno, le conté los sueños y la pesadilla a mi mujer y a mi hermana. Las risas fueron sonoras y no dejaban de ironizar con el tema, pretendiendo encontrar una tara sexual al estilo Freudiano. Para rematar, conté que a todas las mujeres de mi vida las recordaba con pañuelos rojos, incluidas a ellas. Jeanne me miró con sarcasmo y me llamó perverso; sabía que bromeaba, pero yo por las mañanas, recién levantado, carezco de sentido del humor, así que le contesté que ella no era mi tipo.

Ana aseguró que no se había puesto en la cabeza un pañuelo rojo jamás y tuve que recordarle el disfraz de tabernera de los carnavales de hace tres años.

Yo estaba preocupado con mi pesadilla, pero estas mujeres no se tomaban en serio mis obsesiones: dicen que soy demasiado intenso. Cuando se fueron, me quedé mirando a Saturno y este, como adivinó en mi manera de mirarle la intención de volver a contar la aventura nocturna de la mujer del pañuelo rojo, salió corriendo de la cocina.

Decidí darme un paseo por el pueblo y dejé a mi perro con la gata; este cobarde cada vez está más perezoso y dice que la gente le molesta.

Estaba nublado, pero no cogí paraguas; es muy difícil que llueva en este pueblo y si llueve no sirven para nada esos incómodos artilugios.

Vi de lejos a una mujer con pañuelo rojo, me pareció una broma del destino. La seguí. Titubeaba como si estuviese perdida, se paraba en todos los escaparates de la calle, aceleraba el paso y luego se detenía. Al llegar a la placica de San Cayetano se metió al mercado; la seguí también. Por un momento me sentí como un detective de película.

Me gustan todos los mercados del mundo, este es pequeño y poco ruidoso. Fue directa a la carnicería y resultó que la dependienta era una hermosa carnicera de mandil blanco. Empuñaba un enorme cuchillo, que manejaba con cierta torpeza; eso me puso muy nervioso. Cuando veo a alguien acercarse a un precipicio me produce vértigo, en el caso de los carniceros, me pasa algo parecido: siempre pienso que se van a cortar un dedo y a mí la sangre me angustia, por eso siempre compro la carne cortada y en bandejas. A lo que iba, la del pañuelo esperaba turno, no pude verle la cara. Yo charlaba con la de las aceitunas, que dice conocerme de la infancia; en un descuido de la conversación, desapareció mi perseguida.

Ayer era todo extraño y un poco dramático. El cielo había oscurecido con ese gris misterioso que llaman la luz del apocalipsis. Me vinieron a la memoria algunas tormentas y otros días de cielo negro durante la vendimia francesa; recordé a mi madre con pañuelo rojo. También visualice, mentalmente claro, a Juliette un día playa en Málaga con un sombrero rojo. Todas las mujeres importantes en mi vida han llevado algo rojo en la cabeza y todas paseaban ahora por mi memoria. En mis divagaciones, crucé una calle sin mirar y casi me atropella un coche; con la pitorrada espabilé y volví a la realidad, el conductor dijo algo que acababa en madre y yo le hice una peineta.

Subí por la calle San Francisco, era miércoles, día de mercado. Se escuchaba el bullicio antes de subir las escaleras que dan a la Plaza Mayor. A mi hermana y a Ana les ha dado por vender artesanía en los mercadillos de la zona; hoy es el primer día que plantan su puesto en Yecla. A mis adoradas compañeras le gustan más los mercados de los pueblos manchegos, dicen que estos son más generosos que los alicantinos y los murcianos. Lo llevo diciendo yo desde hace tiempo: La Mancha es el paraíso español.

No sabía dónde habían colocado el puesto, así que tuve que recorrerlos todos hasta llegar a la fachada de la Iglesia Vieja. Allí di con ellas. Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que la mujer del pañuelo rojo estaba comprándoles un cinturón. Me acerqué sigiloso… Ana me la presentó:

—Teo, esta es Margarita, la cuñada de mi hermano.

¡Era la misma mujer de la carnicería, por fin veía su cara! Pero a mí me recordaba a Adela, la de los besos húmedos de mi adolescencia.

Saludos cordiales, sonrisas fingidas; pero cuando se despidió me lanzó una mirada lasciva. «Hasta luego», me dijo con voz acaramelada y pude ver que de su bolso asomaba el mango de un cuchillo grande de cocina.

Anoche soñé con ella y esta vez tenía cara: ¡Margarita! Los labios acarminados, los ojos enormes, el pañuelo granate y el cuchillo brillante y limpio cortando el aire. Se dirigía desnuda hacia mi cama, yo estaba atado con el cinturón que compró en el mercado. Temía por mi vida, apretaba los puños intentando soltarme o darle una patada… Desperté de golpe y muy excitado. Ana dormía.

Teo Carpena
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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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