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🍁 viernes 22 noviembre 2024
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Cómo conocí a Teodoro

Era una noche oscura y fría. Estaba acurrucado entre dos cubos de basura tiritando. Me había fugado de la casa donde me parieron. Una sombra delicada se me acercó; entonces dejé de temblar. Era una mujer con un artilugio enganchado a su espalda, se agachó, me cogió con mimo y me llevó a su casa; bajo una luz amarillenta, mientras me ponía leche y pan en un cuenco, vi su cara. Me dieron ganas de decirle que ya no tenía edad para sopas de leche, pero me acordé de que no puedo hablar y además quedé prendado de sus ojos esmeralda y de su dulzura. Fueron las primeras caricias de mi vida y nunca las podré olvidar. Me lavó y comprobó que no tenía piojos ni otros parásitos. No está bien que lo diga yo, pero desde cachorro he sido un perro precioso y limpio.

Esa noche dormí en sus brazos, o ella en los míos; solo sé que el olor y el calor de esa criatura me devolvieron la vida que por un momento creí perder. Al despertar y ver sus ojos me sentí afortunado.
¿Serían así todos los amaneceres de mí vida? Nací en Paris, pero lo anterior a esa noche no viene a cuento ahora.

«Hola cariño», me dijo por la mañana. No lloré porque los perros no lloramos; tenemos lágrimas, pero no lloramos nunca y menos los perros elegantes y franceses, pero me emocioné.

Una semana más tarde (la mejor de mi vida), iniciamos un viaje recorriendo nuestra bella Francia, por cada ciudad que pasábamos mi compañera me iba diciendo los nombres. El viaje lo hicimos Sophie, la música y un servidor. Aprendí durante el viaje y gracias a la radio quién era Mozart. Fueron horas deliciosas de música y de mimos. Hicimos una parada en Limoges; me gustó el sonido de las campanas (en París casi no se oyen por culpa del trafico), me paseó por sus calles empedradas repletas de casas con entramado de madera. Entramos en una de ellas para visitar a unas amigas de Sophie, todas risueñas y guapas. Rodeado de mujeres me sentía pletórico, todas decían lo guapo que soy y me acariciaban. Ya os lo he dicho antes, soy un perro precioso. Las amigas tienen un gato negro, muy negro y con muy mala leche, pero lo encerraron en un dormitorio y a mí me dejaron con ellas en el salón; me sentí como si fuese el sultán de un harén.

La siguiente parada fue en Toulouse. En esta ciudad conocí a Venus, una hermosa perra con un andar bailarín y coqueto. ¡Que culo!, pensé cuando la vi. Y tenía el pelo más suave del mundo (después del de Sophie claro); allí se hizo patente el primer amor de mi vida. Pierre, el amigo francés de mi dueña, cuando supo que todavía no tenía nombre (sí que tenía nombre, Napoleón, pero me parecía engreído y no iba yo a desvelarlo) preguntó: «¿Me dejas bautizarlo?». Ella sonrió, como solo sonríen las diosas y le dijo que sí. Pensó un rato y con una seguridad que no había conocido hasta entonces pronunció mi nombre: ¡Saturno, como el planeta! Me gustó, y Venus y yo dimos un alarido que hizo reír a nuestros dueños porque se dieron cuenta de que esta era nuestra manera de confirmar nuestra aprobación por el nombre.

Después de cenar, Sophie sacó el artilugio grande que le colgaba en la espalda el día que me recogió, era un violonchelo y Pierre sacó otro instrumento más pequeño llamado violín y sin hablar nada empezaron a hacer sonar aquellas cuerdas. Cerré los ojos, sentía el calor cercano de Venus y entonces entendí lo que era el paraíso. Pasamos la noche uno junto al otro, estuve oliendo toda la noche su cuerpo y supe que estaba destinado para ella. No puedo contar más, ya sabéis que los perros y los amantes franceses no contamos las intimidades amorosas.

Mi despedida de Venus fue triste, éramos ahora dos planetas a los que distanciaban, pero sabíamos que volveríamos a encontrarnos. Nuestros dueños y la música nos unirían. El beso de despedida entre Pierre y Sophie me hizo sospechar que allí había algo más que amistad. Seguimos el viaje; no aparté la vista ni un solo momento de la ventanilla. ¡Que bonito es nuestro país!, pensé mientras miraba de reojo a mi adorada compañera de viaje.

Llegamos a un pueblo que anunciaba un cartel enorme: Pepieux.

—Hemos llegado, Saturno.

Allí nos recibió con entusiasmo una familia muy afectuosa. Hablaban en dos idiomas y cambiaban de uno a otro con facilidad. El segundo me costó entenderlo al principio, pero gesticulaban continuamente y eso me ayudó bastante. Fue entonces cuando apareció Teodoro, con cara de sepulturero de western americano; eso lo aprendí después, en ese momento no conocía esa definición, pero ese individuo flaco me sonrió de tal manera y me acarició con tanta ternura que quedé rendido a sus pies. En ese momento, Sophie lanzó la noticia que recibí como una bofetada a mano abierta.

—Hermano, lo he acogido pensando en ti, es mi regalo de cumpleaños. Tu solo en Yecla necesitarás un compañero bueno y este lo va a ser seguro—. No despertaría viendo esa carita dulce nunca más, sino la cara triste del flacucho de su hermano; esa noche dormí muy mal, tuve pesadillas de persecuciones y de abandono.

De madrugada, me despertó el ruido de pasos sigilosos. Alguien bajaba las escaleras y se adentraba en la cocina; era el de la cara seria, le seguí por curiosidad. Se sentó en una silla bebiendo un vaso de agua y al verme me invitó a acercarme. Volvió a acariciarme y empezó a contarme la historia de su familia, su larga vida azarosa y aventurera, la pérdida reciente de su mujer y me preguntó si quería irme con él a un lugar donde no sabía cómo nos iría. Esto no me lo esperaba, el que iba a ser mi dueño me preguntaba si quería ir con él; casi me derrito, acerqué mi cabeza a su pierna, la apoyé en sus rodillas, cerré los ojos y comprendí que un hombre así solo podría ser un compañero ideal.

Hasta ahora la aventura no está mal, el olor de este pueblo no es desagradable y las piernas de las yeclanas me atraen. He aprendido mucho del idioma de los españoles y de su historia, aquí no tienen simpatía por Napoleón. He descubierto el cine y me gusta, el flamenco me pone muy nervioso y me agrada cuando Teodoro me lee noticias locales o poemas clásicos españoles. Desde que vivo con él no tengo pesadillas, pero sueño con facilidad con Venus y con Sophie y las echo de menos cada noche.


Relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Era una noche oscura y fría. Estaba acurrucado entre dos cubos de basura tiritando. Me había fugado de la casa donde me parieron. Una sombra delicada se me acercó; entonces dejé de temblar. Era una mujer con un artilugio enganchado a su espalda, se agachó, me cogió con mimo y me llevó a su casa; bajo una luz amarillenta, mientras me ponía leche y pan en un cuenco, vi su cara. Me dieron ganas de decirle que ya no tenía edad para sopas de leche, pero me acordé de que no puedo hablar y además quedé prendado de sus ojos esmeralda y de su dulzura. Fueron las primeras caricias de mi vida y nunca las podré olvidar. Me lavó y comprobó que no tenía piojos ni otros parásitos. No está bien que lo diga yo, pero desde cachorro he sido un perro precioso y limpio.

Esa noche dormí en sus brazos, o ella en los míos; solo sé que el olor y el calor de esa criatura me devolvieron la vida que por un momento creí perder. Al despertar y ver sus ojos me sentí afortunado.
¿Serían así todos los amaneceres de mí vida? Nací en Paris, pero lo anterior a esa noche no viene a cuento ahora.

«Hola cariño», me dijo por la mañana. No lloré porque los perros no lloramos; tenemos lágrimas, pero no lloramos nunca y menos los perros elegantes y franceses, pero me emocioné.

Una semana más tarde (la mejor de mi vida), iniciamos un viaje recorriendo nuestra bella Francia, por cada ciudad que pasábamos mi compañera me iba diciendo los nombres. El viaje lo hicimos Sophie, la música y un servidor. Aprendí durante el viaje y gracias a la radio quién era Mozart. Fueron horas deliciosas de música y de mimos. Hicimos una parada en Limoges; me gustó el sonido de las campanas (en París casi no se oyen por culpa del trafico), me paseó por sus calles empedradas repletas de casas con entramado de madera. Entramos en una de ellas para visitar a unas amigas de Sophie, todas risueñas y guapas. Rodeado de mujeres me sentía pletórico, todas decían lo guapo que soy y me acariciaban. Ya os lo he dicho antes, soy un perro precioso. Las amigas tienen un gato negro, muy negro y con muy mala leche, pero lo encerraron en un dormitorio y a mí me dejaron con ellas en el salón; me sentí como si fuese el sultán de un harén.

La siguiente parada fue en Toulouse. En esta ciudad conocí a Venus, una hermosa perra con un andar bailarín y coqueto. ¡Que culo!, pensé cuando la vi. Y tenía el pelo más suave del mundo (después del de Sophie claro); allí se hizo patente el primer amor de mi vida. Pierre, el amigo francés de mi dueña, cuando supo que todavía no tenía nombre (sí que tenía nombre, Napoleón, pero me parecía engreído y no iba yo a desvelarlo) preguntó: «¿Me dejas bautizarlo?». Ella sonrió, como solo sonríen las diosas y le dijo que sí. Pensó un rato y con una seguridad que no había conocido hasta entonces pronunció mi nombre: ¡Saturno, como el planeta! Me gustó, y Venus y yo dimos un alarido que hizo reír a nuestros dueños porque se dieron cuenta de que esta era nuestra manera de confirmar nuestra aprobación por el nombre.

Después de cenar, Sophie sacó el artilugio grande que le colgaba en la espalda el día que me recogió, era un violonchelo y Pierre sacó otro instrumento más pequeño llamado violín y sin hablar nada empezaron a hacer sonar aquellas cuerdas. Cerré los ojos, sentía el calor cercano de Venus y entonces entendí lo que era el paraíso. Pasamos la noche uno junto al otro, estuve oliendo toda la noche su cuerpo y supe que estaba destinado para ella. No puedo contar más, ya sabéis que los perros y los amantes franceses no contamos las intimidades amorosas.

Mi despedida de Venus fue triste, éramos ahora dos planetas a los que distanciaban, pero sabíamos que volveríamos a encontrarnos. Nuestros dueños y la música nos unirían. El beso de despedida entre Pierre y Sophie me hizo sospechar que allí había algo más que amistad. Seguimos el viaje; no aparté la vista ni un solo momento de la ventanilla. ¡Que bonito es nuestro país!, pensé mientras miraba de reojo a mi adorada compañera de viaje.

Llegamos a un pueblo que anunciaba un cartel enorme: Pepieux.

—Hemos llegado, Saturno.

Allí nos recibió con entusiasmo una familia muy afectuosa. Hablaban en dos idiomas y cambiaban de uno a otro con facilidad. El segundo me costó entenderlo al principio, pero gesticulaban continuamente y eso me ayudó bastante. Fue entonces cuando apareció Teodoro, con cara de sepulturero de western americano; eso lo aprendí después, en ese momento no conocía esa definición, pero ese individuo flaco me sonrió de tal manera y me acarició con tanta ternura que quedé rendido a sus pies. En ese momento, Sophie lanzó la noticia que recibí como una bofetada a mano abierta.

—Hermano, lo he acogido pensando en ti, es mi regalo de cumpleaños. Tu solo en Yecla necesitarás un compañero bueno y este lo va a ser seguro—. No despertaría viendo esa carita dulce nunca más, sino la cara triste del flacucho de su hermano; esa noche dormí muy mal, tuve pesadillas de persecuciones y de abandono.

De madrugada, me despertó el ruido de pasos sigilosos. Alguien bajaba las escaleras y se adentraba en la cocina; era el de la cara seria, le seguí por curiosidad. Se sentó en una silla bebiendo un vaso de agua y al verme me invitó a acercarme. Volvió a acariciarme y empezó a contarme la historia de su familia, su larga vida azarosa y aventurera, la pérdida reciente de su mujer y me preguntó si quería irme con él a un lugar donde no sabía cómo nos iría. Esto no me lo esperaba, el que iba a ser mi dueño me preguntaba si quería ir con él; casi me derrito, acerqué mi cabeza a su pierna, la apoyé en sus rodillas, cerré los ojos y comprendí que un hombre así solo podría ser un compañero ideal.

Hasta ahora la aventura no está mal, el olor de este pueblo no es desagradable y las piernas de las yeclanas me atraen. He aprendido mucho del idioma de los españoles y de su historia, aquí no tienen simpatía por Napoleón. He descubierto el cine y me gusta, el flamenco me pone muy nervioso y me agrada cuando Teodoro me lee noticias locales o poemas clásicos españoles. Desde que vivo con él no tengo pesadillas, pero sueño con facilidad con Venus y con Sophie y las echo de menos cada noche.


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