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🌼 martes 16 abril 2024
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Rosa

La semana pasada, Ana y mi hermana recibieron un mensaje de la hija de Asunción. Se conocen desde niñas, de cuando iban a vendimiar a Pepieux. Carmen, que es la madre de Ana, mi madre y Asunción fueron como hermanas y las hijas han mantenido esa relación. «Celebro mi cumpleaños y me apetece veros, tendremos paella y buena música», les dijo por WhatsApp.

Y allá que nos fuimos Ana, Jeanne y yo; nos dejamos en casa a Alba, es una gata a la que los viajes le marean. Saturno se montó por su cuenta en la furgoneta; le encantan los viajes. Jeanne no acertaba con el atuendo, yo no encontraba las llaves y Ana nos metió prisa a todos:

—Mucha pachorra veo yo esta mañana; hasta Onteniente tenemos una tirada y hemos quedado antes del mediodía.

El camino fue divertido y breve; estas dos siempre cantan cuando van de viaje.

Al llegar a la casa de Amparo, que ya nos estaba esperando en la puerta, se liaron a darse abrazos y besos y a decirse guapas, que cada día estaban más jóvenes y esas cosas que se dice la gente que se quiere. Después me dijo la valenciana: «Anda zangalitrón, vine ací que et faig una abraçada», y a las tres les dio un ataque de risa porque quedó desvelado el apodo con el que me nombraban desde niñas: El zangalitrón.

Saturno se hizo muy amigo del suegro de Amparo; el muy golfo sabe arrimarse a todo sospechoso de ofrecer algún manjar.

Fuimos al cementerio a llevar una flores a la madre de nuestra amiga. Amparo nos había dicho que desde allí se podía disfrutar de unas vistas muy pintorescas.

Los cementerios son muy visuales y silenciosos; este está sobre una loma inclinada que escurre verdor hacia la ribera del río Clariano y desde todas las sepulturas se ve la vega; cuando florecen los almendros es un espectáculo.

La mayoría de las sepulturas están adornadas con una cruz, la foto del ocupante y su nombre con la fecha de nacimiento y la del deceso. En una de las fachadas llenas de nichos, como los de todos los cementerios españoles, encontramos una hornacina que me llamó la atención por su sencillez. Estaba encalada y tenía un nombre grabado sobre el yeso con un punzón: sin foto, sin cruz y sin fechas ni epitafio alguno. Sobre la repisa un pequeño búcaro con unas cuantas rosas. Me pareció enigmático.

Amparo nos contó una historia curiosa:
—Esas flores son de plástico, pero de vez en cuando le ponen rosas frescas, unas veces blancas y otras veces rosas, pero siempre hay flores en el búcaro. Es un misterio.
—¿Pero quién pone las flores? —pregunté intrigado.
—Antes se decía que era un antiguo amante, años más tarde se especuló con que fuese un hijo y ahora se piensa que puede ser un nieto, pero va ganando la idea de que es un milagro.

Asunción era la que se ocupaba de encalar el hueco hasta que murió. Nos cuenta Amparo que hace muchos años llegó a su casa una carta con mucho dinero dentro para que se encargara de por vida de esa tarea y ella, disciplinada o comprometida, cada año le daba una mano de cal antes del 1 de noviembre.

—Desde que murió mi madre me encargo yo —confiesa Amparo, que asume esa labor como una herencia, sobre todo por devoción— porque una mujer así de anónima y así de querida se merece al menos un nicho adecentado, pero no sabemos quién coloca las flores.

Algunos vecinos muy viejos sospechan que esa tal Rosa había nacido aquí, pero vivió en Valencia; se debió ir de niña y por eso nadie la recuerda. Cuentan que un día apareció un coche fúnebre con una caja de pino y después de cerrar el nicho grabaron el nombre de Rosa de manera rudimentaria.

Para el día todos los Santos aparecen unas candelas encendidas y algunos curiosos han llegado a hacer guardia los días anteriores para desvelar quién es la persona que trae las candelas o las flores. Juran que, aun pasando toda la noche en vela, al amanecer aparece el búcaro limpio y con flores nuevas. Eustasio, el de la ferretería, dice que la noche que le tocó a él escuchó llantos, pero no vio a nadie; al final, todos han aceptado el asunto como milagroso y hasta hubo un cura que aseguró que esa tal Rosa debía haber sido una santa en vida.

Pepín el alguacil lleva años diciendo que ese nicho y esa caja están vacíos, pero nadie le hace caso, aunque no hay quien se atreva a tocarlo por miedo o por superstición.

Es posible que aquello que no se conoce de nosotros sea lo que mejor nos define. Farfullamos palabras sin sentido, al tuntún, conversamos continuamente y aparentamos ser entendidos en varias materias o presumimos de conocimientos, pero como no comprendemos nada y la inseguridad nos asusta, escondemos nuestra auténtica identidad.

¿Eligió Rosa cómo debía ser su enterramiento?

Quizás fue el azar, la desidia o la pobreza la que generó este poético ejemplo de sencillez.


Relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

La semana pasada, Ana y mi hermana recibieron un mensaje de la hija de Asunción. Se conocen desde niñas, de cuando iban a vendimiar a Pepieux. Carmen, que es la madre de Ana, mi madre y Asunción fueron como hermanas y las hijas han mantenido esa relación. «Celebro mi cumpleaños y me apetece veros, tendremos paella y buena música», les dijo por WhatsApp.

Y allá que nos fuimos Ana, Jeanne y yo; nos dejamos en casa a Alba, es una gata a la que los viajes le marean. Saturno se montó por su cuenta en la furgoneta; le encantan los viajes. Jeanne no acertaba con el atuendo, yo no encontraba las llaves y Ana nos metió prisa a todos:

—Mucha pachorra veo yo esta mañana; hasta Onteniente tenemos una tirada y hemos quedado antes del mediodía.

El camino fue divertido y breve; estas dos siempre cantan cuando van de viaje.

Al llegar a la casa de Amparo, que ya nos estaba esperando en la puerta, se liaron a darse abrazos y besos y a decirse guapas, que cada día estaban más jóvenes y esas cosas que se dice la gente que se quiere. Después me dijo la valenciana: «Anda zangalitrón, vine ací que et faig una abraçada», y a las tres les dio un ataque de risa porque quedó desvelado el apodo con el que me nombraban desde niñas: El zangalitrón.

Saturno se hizo muy amigo del suegro de Amparo; el muy golfo sabe arrimarse a todo sospechoso de ofrecer algún manjar.

Fuimos al cementerio a llevar una flores a la madre de nuestra amiga. Amparo nos había dicho que desde allí se podía disfrutar de unas vistas muy pintorescas.

Los cementerios son muy visuales y silenciosos; este está sobre una loma inclinada que escurre verdor hacia la ribera del río Clariano y desde todas las sepulturas se ve la vega; cuando florecen los almendros es un espectáculo.

La mayoría de las sepulturas están adornadas con una cruz, la foto del ocupante y su nombre con la fecha de nacimiento y la del deceso. En una de las fachadas llenas de nichos, como los de todos los cementerios españoles, encontramos una hornacina que me llamó la atención por su sencillez. Estaba encalada y tenía un nombre grabado sobre el yeso con un punzón: sin foto, sin cruz y sin fechas ni epitafio alguno. Sobre la repisa un pequeño búcaro con unas cuantas rosas. Me pareció enigmático.

Amparo nos contó una historia curiosa:
—Esas flores son de plástico, pero de vez en cuando le ponen rosas frescas, unas veces blancas y otras veces rosas, pero siempre hay flores en el búcaro. Es un misterio.
—¿Pero quién pone las flores? —pregunté intrigado.
—Antes se decía que era un antiguo amante, años más tarde se especuló con que fuese un hijo y ahora se piensa que puede ser un nieto, pero va ganando la idea de que es un milagro.

Asunción era la que se ocupaba de encalar el hueco hasta que murió. Nos cuenta Amparo que hace muchos años llegó a su casa una carta con mucho dinero dentro para que se encargara de por vida de esa tarea y ella, disciplinada o comprometida, cada año le daba una mano de cal antes del 1 de noviembre.

—Desde que murió mi madre me encargo yo —confiesa Amparo, que asume esa labor como una herencia, sobre todo por devoción— porque una mujer así de anónima y así de querida se merece al menos un nicho adecentado, pero no sabemos quién coloca las flores.

Algunos vecinos muy viejos sospechan que esa tal Rosa había nacido aquí, pero vivió en Valencia; se debió ir de niña y por eso nadie la recuerda. Cuentan que un día apareció un coche fúnebre con una caja de pino y después de cerrar el nicho grabaron el nombre de Rosa de manera rudimentaria.

Para el día todos los Santos aparecen unas candelas encendidas y algunos curiosos han llegado a hacer guardia los días anteriores para desvelar quién es la persona que trae las candelas o las flores. Juran que, aun pasando toda la noche en vela, al amanecer aparece el búcaro limpio y con flores nuevas. Eustasio, el de la ferretería, dice que la noche que le tocó a él escuchó llantos, pero no vio a nadie; al final, todos han aceptado el asunto como milagroso y hasta hubo un cura que aseguró que esa tal Rosa debía haber sido una santa en vida.

Pepín el alguacil lleva años diciendo que ese nicho y esa caja están vacíos, pero nadie le hace caso, aunque no hay quien se atreva a tocarlo por miedo o por superstición.

Es posible que aquello que no se conoce de nosotros sea lo que mejor nos define. Farfullamos palabras sin sentido, al tuntún, conversamos continuamente y aparentamos ser entendidos en varias materias o presumimos de conocimientos, pero como no comprendemos nada y la inseguridad nos asusta, escondemos nuestra auténtica identidad.

¿Eligió Rosa cómo debía ser su enterramiento?

Quizás fue el azar, la desidia o la pobreza la que generó este poético ejemplo de sencillez.


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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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