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🍇 viernes 04 octubre 2024
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Los primeros amigos

Cada vez que veo a dos niños de la mano camino del parque o del colegio, me emociono porque recuerdo a mis primeros amigos: los vecinos de la calle donde nací, los primeros compañeros de colegio, los compinches de juego… y recuerdo especialmente a uno que era mi confidente y mi cómplice.

Nuestra escuela estaba en la calle Juan Ortuño, y a nuestro maestro, aunque después acabamos perdonándolo, lo odiábamos tanto que incluso le deseábamos las mayores desgracias; cada mañana al llegar al colegio nos hubiera gustado leer un cartel en la puerta que dijera: “cerrado por defunción del maestro”. Y como siempre andábamos juntos, varias veces recibimos el mismo injusto castigo, nos arrancó lágrimas de rabia más de una vez y eso nos unía contra aquel bruto del que no diré su nombre, no por discreción, sino porque no merece ser recordado.

Tampoco voy a decir aquí el nombre de mi amigo, en este caso por discreción. Nos conocimos a los seis años y desde el primer momento supimos que estábamos abocados a una amistad entrañable. A los ocho años firmamos un pacto de sangre, algo que solo se hacía con los amigos de verdad. Con una navajilla hacías un pequeño corte en la yema de los dedos y juntábamos nuestra sangre; parece ser que era una especie de ritual de hermanamiento romano o eso recuerdo haber visto en una película.

Éramos almas gemelas y solo con la mirada adivinábamos cuál era el paso siguiente.

A esa edad piensas que tus preocupaciones son más importantes que las de los adultos y lloras o ríes y te haces las mismas preguntas que tu amigo, que nadie responde

y te sientes impotente e indefenso ante el mundo.

Soñábamos con los mismos héroes de tebeo y las horas jugando al fútbol o charlando en una esquina volaban. Es imposible olvidar esos momentos de auténtica camaradería.

Algunos días, paseando por aquellas mismas calles, que han cambiado mucho, pues han desaparecido casas y comercios entrañables, cierro los ojos y puedo ver la sonrisa de mi amigo; tenía la sonrisa más generosa que he conocido nunca y digo bien cuando digo tenía; hace dos semanas que falleció. Pero sigo sintiéndolo vivo y cercano.

Pasamos varios años de inseparables aventuras callejeras. Nos contábamos historias fantásticas y corríamos, siempre echábamos carreras.

¡A ver quién llega antes al callejón ancho! En cuanto uno decía esa frase, los dos corríamos como galgos hacia la meta.

En las escaleras de la iglesia del Niño esperábamos a unas chicas que nos gustaban y ellas salían sonrientes del colegio de la Inmaculada; cruzábamos las miradas, pero nuestra timidez nos impedía decirles nada. Nos confesamos nuestro primer enamoramiento, ellas eran dos hermanas gemelas:

—Menos mal que son dos, porque tenemos el mismo gusto —me dijo un día—. Si solo hubiera una acabaríamos como los hermanos Rómulo y Remo.

A él le gustaban los romanos, yo prefería a los cartagineses y llegamos a jugarnos el Imperio con espadas de madera.

Comprábamos explosivos en la casetica de Carmelo en la plaza del ayuntamiento; las bengalas, los «mistos» de trueno y los petardos eran nuestra debilidad.

Cuando emigré con mi familia a Francia lloré; tardé mucho en tener amigos franceses.

Pasamos años sin vernos y volvimos a coincidir en la mili, pues elegí nacionalidad española y no me pude escaquear. Volvieron los abrazos y volvimos a reírnos igual que en la infancia; su risa llenaba el mundo de chispas. No éramos compañeros de cuartel, yo era artillero y él de infantería, pero quedábamos de vez en cuando. Entonces las tabernas de Cartagena, llenas de soldados, eran nuestro lugar de encuentro y volvimos a ser cómplices.

Hace un par de años, mayores y jubilados al poco de volver de Francia, nos encontramos en una calle céntrica yeclana, en un cruce, y nos volvimos a mirar como se miran los amigos de verdad, con admiración, sin reparar en el deterioro que los años dejaron en nuestro cuerpo.

Paró su moto, llevaba casco, me llamó por mi nombre completo; es curioso, solo los amigos del colegio recordamos el nombre y los dos apellidos; yo también decía el suyo como si fuese ayer cuando pasaban lista en la escuela. Reconocí su voz al instante, sonaba con el mismo timbre y el mismo acento de entonces. Al quitarse el casco nos miramos fijamente a los ojos, los dos nos habíamos vuelto tiernos y unas lagrimillas delataban nuestra emoción.

Con cuatro frases nos pusimos al día de nuestra vida y de nuestras profesiones, pero en nuestra memoria nos volvimos a ver de la mano camino del colegio o corriendo por las calles de entonces, sin tráfico, jugando partidos interminables sobre unas calles de tierra, con las rodillas llenas de costras y sudorosos, pero felices. Propusimos organizar una comida para ponernos al día, pero hasta en eso estábamos ahora de acuerdo, sabíamos que nuestras vidas ya no tenían casi nada en común, nos abrazamos y nos despedimos. En los últimos años nos hemos visto varias veces y siempre repetíamos el ritual de mirarnos, reírnos y no decir casi nada, sobraban las palabras.

Cuando me enteré de su fallecimiento llamé a Salvador, mi último amigo, y hemos tomado un par de vinos en homenaje a mi primer amigo cerrando ese hermoso circulo. Hoy, pensando que la amistad es un tesoro enorme, he vuelto a pasear por la calle donde nacimos los dos; he visto a dos niños de la mano y por un momento me pareció que éramos nosotros.

La vida no cambia tanto.

Cuando pierdes a un amigo es como si se apagara una luz que iluminaba una parte de tu existencia y cada vez que desaparece alguien a quien quieres, es como si poco a poco tu lámpara perdiera fuerza.

Soy un afortunado, he tenido buenos amigos, me queda todavía luminiscencia suficiente.


Blog de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Cada vez que veo a dos niños de la mano camino del parque o del colegio, me emociono porque recuerdo a mis primeros amigos: los vecinos de la calle donde nací, los primeros compañeros de colegio, los compinches de juego… y recuerdo especialmente a uno que era mi confidente y mi cómplice.

Nuestra escuela estaba en la calle Juan Ortuño, y a nuestro maestro, aunque después acabamos perdonándolo, lo odiábamos tanto que incluso le deseábamos las mayores desgracias; cada mañana al llegar al colegio nos hubiera gustado leer un cartel en la puerta que dijera: “cerrado por defunción del maestro”. Y como siempre andábamos juntos, varias veces recibimos el mismo injusto castigo, nos arrancó lágrimas de rabia más de una vez y eso nos unía contra aquel bruto del que no diré su nombre, no por discreción, sino porque no merece ser recordado.

Tampoco voy a decir aquí el nombre de mi amigo, en este caso por discreción. Nos conocimos a los seis años y desde el primer momento supimos que estábamos abocados a una amistad entrañable. A los ocho años firmamos un pacto de sangre, algo que solo se hacía con los amigos de verdad. Con una navajilla hacías un pequeño corte en la yema de los dedos y juntábamos nuestra sangre; parece ser que era una especie de ritual de hermanamiento romano o eso recuerdo haber visto en una película.

Éramos almas gemelas y solo con la mirada adivinábamos cuál era el paso siguiente.

A esa edad piensas que tus preocupaciones son más importantes que las de los adultos y lloras o ríes y te haces las mismas preguntas que tu amigo, que nadie responde

y te sientes impotente e indefenso ante el mundo.

Soñábamos con los mismos héroes de tebeo y las horas jugando al fútbol o charlando en una esquina volaban. Es imposible olvidar esos momentos de auténtica camaradería.

Algunos días, paseando por aquellas mismas calles, que han cambiado mucho, pues han desaparecido casas y comercios entrañables, cierro los ojos y puedo ver la sonrisa de mi amigo; tenía la sonrisa más generosa que he conocido nunca y digo bien cuando digo tenía; hace dos semanas que falleció. Pero sigo sintiéndolo vivo y cercano.

Pasamos varios años de inseparables aventuras callejeras. Nos contábamos historias fantásticas y corríamos, siempre echábamos carreras.

¡A ver quién llega antes al callejón ancho! En cuanto uno decía esa frase, los dos corríamos como galgos hacia la meta.

En las escaleras de la iglesia del Niño esperábamos a unas chicas que nos gustaban y ellas salían sonrientes del colegio de la Inmaculada; cruzábamos las miradas, pero nuestra timidez nos impedía decirles nada. Nos confesamos nuestro primer enamoramiento, ellas eran dos hermanas gemelas:

—Menos mal que son dos, porque tenemos el mismo gusto —me dijo un día—. Si solo hubiera una acabaríamos como los hermanos Rómulo y Remo.

A él le gustaban los romanos, yo prefería a los cartagineses y llegamos a jugarnos el Imperio con espadas de madera.

Comprábamos explosivos en la casetica de Carmelo en la plaza del ayuntamiento; las bengalas, los «mistos» de trueno y los petardos eran nuestra debilidad.

Cuando emigré con mi familia a Francia lloré; tardé mucho en tener amigos franceses.

Pasamos años sin vernos y volvimos a coincidir en la mili, pues elegí nacionalidad española y no me pude escaquear. Volvieron los abrazos y volvimos a reírnos igual que en la infancia; su risa llenaba el mundo de chispas. No éramos compañeros de cuartel, yo era artillero y él de infantería, pero quedábamos de vez en cuando. Entonces las tabernas de Cartagena, llenas de soldados, eran nuestro lugar de encuentro y volvimos a ser cómplices.

Hace un par de años, mayores y jubilados al poco de volver de Francia, nos encontramos en una calle céntrica yeclana, en un cruce, y nos volvimos a mirar como se miran los amigos de verdad, con admiración, sin reparar en el deterioro que los años dejaron en nuestro cuerpo.

Paró su moto, llevaba casco, me llamó por mi nombre completo; es curioso, solo los amigos del colegio recordamos el nombre y los dos apellidos; yo también decía el suyo como si fuese ayer cuando pasaban lista en la escuela. Reconocí su voz al instante, sonaba con el mismo timbre y el mismo acento de entonces. Al quitarse el casco nos miramos fijamente a los ojos, los dos nos habíamos vuelto tiernos y unas lagrimillas delataban nuestra emoción.

Con cuatro frases nos pusimos al día de nuestra vida y de nuestras profesiones, pero en nuestra memoria nos volvimos a ver de la mano camino del colegio o corriendo por las calles de entonces, sin tráfico, jugando partidos interminables sobre unas calles de tierra, con las rodillas llenas de costras y sudorosos, pero felices. Propusimos organizar una comida para ponernos al día, pero hasta en eso estábamos ahora de acuerdo, sabíamos que nuestras vidas ya no tenían casi nada en común, nos abrazamos y nos despedimos. En los últimos años nos hemos visto varias veces y siempre repetíamos el ritual de mirarnos, reírnos y no decir casi nada, sobraban las palabras.

Cuando me enteré de su fallecimiento llamé a Salvador, mi último amigo, y hemos tomado un par de vinos en homenaje a mi primer amigo cerrando ese hermoso circulo. Hoy, pensando que la amistad es un tesoro enorme, he vuelto a pasear por la calle donde nacimos los dos; he visto a dos niños de la mano y por un momento me pareció que éramos nosotros.

La vida no cambia tanto.

Cuando pierdes a un amigo es como si se apagara una luz que iluminaba una parte de tu existencia y cada vez que desaparece alguien a quien quieres, es como si poco a poco tu lámpara perdiera fuerza.

Soy un afortunado, he tenido buenos amigos, me queda todavía luminiscencia suficiente.


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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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1 COMENTARIO

  1. Emotivo relato Teo. Me has recordado mis tiempo de escolar en enseñanza primaria y algunas coincidencias.
    Comiéndome la última empanada y leyendo tu relato me has recordado la casetica de Carmelo donde los zagales nos gastábamos la pocas perricas que nos daban los padres, en esas cosas de entonces, petardos y todo eso. Los más mayores iban a comprar » un cigarro» ya que se podrían comprar por unidades.
    También coincidimos en haber hecho la mili en Cartagena y en artillería, concretamente en el parque de artillería, hoy convertido en museo militar. Y por supuesto iba a los bares llenos de militares. Recuerdo que íbamos los amigos del cuartel alguno de Yecla a un bar cerca del cuartel llamado España 18, donde había una moza de buen ver que servía las mesas, a la vez era económico, lo peor encontrar mesa.
    Y algo que se ha perdido son leer tebeos. Yo era del Capitán Trueno y de Roberto Alcázar y pedrín. Hoy ese espacio lo llenan los móviles.
    Los amigos, mis amigos de cuándo íbamos al colegio y más tarde de adolescentes estamos queriendo juntarnos para cenar, recordar viejos tiempos…y ahora tendremos que esperar por esta maldita pandemia.
    Un placer leerte.

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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