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✝️ viernes 29 marzo 2024
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Zeus, el zapatero

Los caracoles se caracterizan por su paciencia; las lechuza son famosas por su mirada impenetrable; el vuelo del águila, con su elegancia, hizo soñar al hombre con volar, y el espectáculo de las luciérnagas en la isla de Shikoku demuestra cada verano el milagro del cortejo nocturno.

Una de las virtudes de los humanos es el habla y esa es a la vez uno de sus mayores defectos: opinan sobre cosas insustanciales, cotorrean sin parar y para colmo inventaron la retórica y los sermones, dos sistemas de manipulación muy de actualidad.

Pero los humanos, desde el principio de los tiempos cuentan historias para seducir, al igual que las luciérnagas utilizan la luz o los pavos reales sus plumas. Deberíamos disponer de una válvula que solo nos permitiera hablar para el cortejo amoroso.

De todos los oficios manuales, el de peluquero es el más hablador y el de zapatero uno de los más silenciosos, pero yo tuve la suerte de conocer a uno que, además de buen conversador, era filosofo y estaba dotado de una capacidad de seducción deslumbrante. Nos conocimos en el colegio y ya en esa época tenia una teoría sobre los zapatos y el sexo. Decía que los hombres que son descuidados con el calzado lo son también en el amor y que las mujeres que utilizaban zapatos de colores eran las más juguetonas en la cama.

Años más tarde montó su taller en una calle comercial de Carcassonne; era de padres yeclanos y se llamaba Zeus.

Me contaba que antes de fabricar unos zapatos interrogaba a los clientes mirándoles a los ojos: ¿Cuánto camina diariamente? ¿Por dónde? ¿Qué piensa mientras pasea? ¿Por qué ha venido a esta zapatería? Las respuestas eran determinantes para decidir si aceptaba el encargo.

Zeus estaba especializado en calzado de lujo para casorios, los elaboraba con mimo. Por calzar a unos enamorados merece la pena sufrir desvelo, decía, es a lo máximo que un artesano puede aspirar: trabajar para contribuir a los rituales del amor. También arreglaba calzado por encargo y hacía el mismo interrogatorio.

—Yo no arreglo el calzado de una persona que camina sin ton ni son; prefiero estar de brazos cruzados todo el día —decía.

Hablábamos en español entre nosotros, mientras que con los clientes lo hacía en un francés claro y sencillo, rotundo en los mensajes.

—Los locos visionarios y los enamorados merecen lucir unos buenos zapatos.

—Un buen paseo sirve para reflexionar; si no es así, lo que lleves en los pies no tiene importancia. —Cada vez que soltaba una frase de esta categoría guiñaba un ojo y sonreía.  Me sentaba en una silla de enea que tenía preparada para tomar medida a los pies de los clientes, le gustaba que le leyera poesía española y decía que a Leonor, la musa de Antonio Machado, le habría hecho unos zapatos con piel de ángel o con alas de mariposa.

—He cosido zapatos de artistas que han pisado grandes escenarios interpretando dramas griegos. He remendado zapatos de soñadores que caminaban por las nubes y arreglado sandalias de místicos que pisaron claustros milenarios. También he dado brillo a zapatos de lujo para desfiles de diosas y he regalado zapatos de elaboración exquisita a mendigos descalzos.

Era el claro ejemplo del artesano vehemente orgulloso de su oficio; en su taller no tenia colgada ninguna foto con personajes populares como hacen algunos pretenciosos, solo tenia plantillas de cartón y un calendario con una foto de Brigitte Bardot.

—¿Y te puedes ganar la vida con tantas exigencias? —le pregunté un día.

—Claro que sí, un hombre necesita de la dignidad más que del pan para seguir existiendo. —Dejé que siguiera con su discurso pausado. A veces se detenía mirando al techo buscando en su memoria las palabras precisas.

—No puedo atenderle, tengo mucho trabajo —le dijo a un hombre repeinado que nos interrumpió y al que no dejó ni abrir la boca.

—Conozco a los impertinentes y a los superficiales solo con la forma de abrir la puerta. «¿Me puede usted cambiar el color de estos zapatos negros por marrón chocolate?», me dijo una señora muy redicha. ¡Váyase usted a la mierda o tíñase el culo!, le dije.

Y me explicaba sus razones:

—Cuando uno se compra unos zapatos negros deben seguir siendo negros toda la vida; es como Michael Jackson: si naces negro no cambies de color, ¡estúpido! ¿Crees acaso que Dios se equivoca al elegir el color que te corresponde? Sé que es una exageración y me he ganado merecidamente fama de cascarrabias, pero es que no soporto a la gente superficial.

—Sí, pero tienes también fama de ser el mejor zapatero de Carcassonne.

—Lo que sé es que desempeño un oficio que tiene miles de años de historia. —Esbozó una leve sonrisa de orgullo y prosiguió:

—Desde que el primer homínido se puso en pie, buscó un complemento pedestre, y ahí nacieron los zapatos. —Al decir estas frases estiraba el cuello y señalaba con un dedo los pies. Cuando hacía este gesto, hacía honor a su nombre, parecía un Dios.

—Los signos más evidentes de la civilización son el vestido, los zapatos y las sillas; andar descalzo, desnudo y sentarse en el suelo es de primitivo, de incivilizado y de vago.

—Un hombre de bien pide que le entierren con sus mejores zapatos y esto es desde el principio de los tiempos; el camino hacia el paraíso está empedrado.

Siempre contaba que cada faena requiere el calzado conveniente. Además, advertía que a un barco nunca se debe subir con zapatos negros y a un funeral no se debe ir con chanclas.

—Solo ante Dios o ante la mujer que amas debes descalzarte; y nunca en situaciones caprichosas —me dijo una vez.

—El calzado es como los versos —le contesté yo— sirven como protección ante el mundo farragoso.

La última vez que lo visité me dijo que me iba a hacer unas botas con una piel hermosa que, me aseguró, había pertenecido a Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno. «Así podrás soportar el frío yeclano», me recalcó.

Las llevo puestas ahora. A veces, me sale por la boca un sonido parecido a un relincho; al gato de mi amiga Ana le gusta frotarse en ellas y ronronea.


Todos los relatos de Teo Carpena

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

Los caracoles se caracterizan por su paciencia; las lechuza son famosas por su mirada impenetrable; el vuelo del águila, con su elegancia, hizo soñar al hombre con volar, y el espectáculo de las luciérnagas en la isla de Shikoku demuestra cada verano el milagro del cortejo nocturno.

Una de las virtudes de los humanos es el habla y esa es a la vez uno de sus mayores defectos: opinan sobre cosas insustanciales, cotorrean sin parar y para colmo inventaron la retórica y los sermones, dos sistemas de manipulación muy de actualidad.

Pero los humanos, desde el principio de los tiempos cuentan historias para seducir, al igual que las luciérnagas utilizan la luz o los pavos reales sus plumas. Deberíamos disponer de una válvula que solo nos permitiera hablar para el cortejo amoroso.

De todos los oficios manuales, el de peluquero es el más hablador y el de zapatero uno de los más silenciosos, pero yo tuve la suerte de conocer a uno que, además de buen conversador, era filosofo y estaba dotado de una capacidad de seducción deslumbrante. Nos conocimos en el colegio y ya en esa época tenia una teoría sobre los zapatos y el sexo. Decía que los hombres que son descuidados con el calzado lo son también en el amor y que las mujeres que utilizaban zapatos de colores eran las más juguetonas en la cama.

Años más tarde montó su taller en una calle comercial de Carcassonne; era de padres yeclanos y se llamaba Zeus.

Me contaba que antes de fabricar unos zapatos interrogaba a los clientes mirándoles a los ojos: ¿Cuánto camina diariamente? ¿Por dónde? ¿Qué piensa mientras pasea? ¿Por qué ha venido a esta zapatería? Las respuestas eran determinantes para decidir si aceptaba el encargo.

Zeus estaba especializado en calzado de lujo para casorios, los elaboraba con mimo. Por calzar a unos enamorados merece la pena sufrir desvelo, decía, es a lo máximo que un artesano puede aspirar: trabajar para contribuir a los rituales del amor. También arreglaba calzado por encargo y hacía el mismo interrogatorio.

—Yo no arreglo el calzado de una persona que camina sin ton ni son; prefiero estar de brazos cruzados todo el día —decía.

Hablábamos en español entre nosotros, mientras que con los clientes lo hacía en un francés claro y sencillo, rotundo en los mensajes.

—Los locos visionarios y los enamorados merecen lucir unos buenos zapatos.

—Un buen paseo sirve para reflexionar; si no es así, lo que lleves en los pies no tiene importancia. —Cada vez que soltaba una frase de esta categoría guiñaba un ojo y sonreía.  Me sentaba en una silla de enea que tenía preparada para tomar medida a los pies de los clientes, le gustaba que le leyera poesía española y decía que a Leonor, la musa de Antonio Machado, le habría hecho unos zapatos con piel de ángel o con alas de mariposa.

—He cosido zapatos de artistas que han pisado grandes escenarios interpretando dramas griegos. He remendado zapatos de soñadores que caminaban por las nubes y arreglado sandalias de místicos que pisaron claustros milenarios. También he dado brillo a zapatos de lujo para desfiles de diosas y he regalado zapatos de elaboración exquisita a mendigos descalzos.

Era el claro ejemplo del artesano vehemente orgulloso de su oficio; en su taller no tenia colgada ninguna foto con personajes populares como hacen algunos pretenciosos, solo tenia plantillas de cartón y un calendario con una foto de Brigitte Bardot.

—¿Y te puedes ganar la vida con tantas exigencias? —le pregunté un día.

—Claro que sí, un hombre necesita de la dignidad más que del pan para seguir existiendo. —Dejé que siguiera con su discurso pausado. A veces se detenía mirando al techo buscando en su memoria las palabras precisas.

—No puedo atenderle, tengo mucho trabajo —le dijo a un hombre repeinado que nos interrumpió y al que no dejó ni abrir la boca.

—Conozco a los impertinentes y a los superficiales solo con la forma de abrir la puerta. «¿Me puede usted cambiar el color de estos zapatos negros por marrón chocolate?», me dijo una señora muy redicha. ¡Váyase usted a la mierda o tíñase el culo!, le dije.

Y me explicaba sus razones:

—Cuando uno se compra unos zapatos negros deben seguir siendo negros toda la vida; es como Michael Jackson: si naces negro no cambies de color, ¡estúpido! ¿Crees acaso que Dios se equivoca al elegir el color que te corresponde? Sé que es una exageración y me he ganado merecidamente fama de cascarrabias, pero es que no soporto a la gente superficial.

—Sí, pero tienes también fama de ser el mejor zapatero de Carcassonne.

—Lo que sé es que desempeño un oficio que tiene miles de años de historia. —Esbozó una leve sonrisa de orgullo y prosiguió:

—Desde que el primer homínido se puso en pie, buscó un complemento pedestre, y ahí nacieron los zapatos. —Al decir estas frases estiraba el cuello y señalaba con un dedo los pies. Cuando hacía este gesto, hacía honor a su nombre, parecía un Dios.

—Los signos más evidentes de la civilización son el vestido, los zapatos y las sillas; andar descalzo, desnudo y sentarse en el suelo es de primitivo, de incivilizado y de vago.

—Un hombre de bien pide que le entierren con sus mejores zapatos y esto es desde el principio de los tiempos; el camino hacia el paraíso está empedrado.

Siempre contaba que cada faena requiere el calzado conveniente. Además, advertía que a un barco nunca se debe subir con zapatos negros y a un funeral no se debe ir con chanclas.

—Solo ante Dios o ante la mujer que amas debes descalzarte; y nunca en situaciones caprichosas —me dijo una vez.

—El calzado es como los versos —le contesté yo— sirven como protección ante el mundo farragoso.

La última vez que lo visité me dijo que me iba a hacer unas botas con una piel hermosa que, me aseguró, había pertenecido a Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno. «Así podrás soportar el frío yeclano», me recalcó.

Las llevo puestas ahora. A veces, me sale por la boca un sonido parecido a un relincho; al gato de mi amiga Ana le gusta frotarse en ellas y ronronea.


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