Camino cada día un par de horas sin rumbo fijo, y me gusta hacerlo por calles repletas de gente. Cambio de ruta intencionadamente: si un día fui hacia el norte, al día siguiente camino hacia el sur. El caso es no repetir itinerario; dicen que eso es bueno para el cerebro.
Ayer vi cómo se acercaba hacia mí, sonriendo, un muchacho joven con corbata y bien peinado, alargando ligeramente su mano para ofrecerme una postal con la imagen de Jesucristo.
—¡Jesús te ama! —me dijo con tanta seguridad y con tanta ternura que me emocionó. Le di las gracias, porque pensar que ese tal Jesús de ojos azules, con cierto parecido a Brad Pitt y una melena bien cuidada, me quiere, me alegró la mañana, que estaba un poco turbia.
Pensé por un momento en lo irónico de la vida; si un hombre así me quisiera, creo que estaría dispuesto a ejercer mi bisexualidad de manera activa. Le di las gracias, y él me dijo que me esperaban en su iglesia. Le respondí que llevaba prisa. No era verdad, pero estaba inmerso en una fantasía y no quería salir de ella. Diez metros más adelante ya estaba enfangado en el asunto del Jesucristo rubio y dudando de mi identidad sexual.
Por cierto, la postal la he pinchado en el corcho de mi estudio. ¿Estará creada por inteligencia artificial o será un modelo de profesión? ¿Existe este tipo de hombre en el mundo real?
Esto me llevó a revisar en mis libros de pintura clásica las imágenes que de Jesucristo se crearon en distintas épocas. Hay algunas en las que es de una belleza apabullante; el del Cristo resucitado de la Semana Santa pasada en Sevilla es un buen ejemplo, y se parece mucho al que dijo el muchacho que me quiere. Pero hay tantas y tan variadas representaciones del Mesías que por un momento pensé que el Vaticano debería poner orden en este asunto y definir cómo era este judío de la estirpe de David para evitar confusiones.
Según algunos expertos, en la Sábana Santa están impresas sus huellas y las claves de su existencia. También podrían convocar un concilio o un congreso interracial para unificar criterios e invitar a artistas de distintas disciplinas. Pero, pensando en la variedad de vírgenes y en el nombre de cada una, sospecho que ni a través de un concilio, ni de un referéndum, ni siquiera con un edicto papal sería posible un consenso.
Como ejemplo, tenemos el tema de las vírgenes en el mundo hispano: cada pueblo tiene devoción por la suya; cada uno piensa que la suya es la más guapa y la mejor peinada. Si no, que le pregunten a los de Zaragoza o a los sevillanos con su Macarena, o a los de Tomelloso con su Virgen de las Viñas, que parece hermana de la nuestra, pero con niño en brazos y con menos tirabuzones, o a los mexicanos con su adorada Virgen de Guadalupe. Dejemos ese tema por imposible.
Por donde paseo cada mañana encuentro a muchos repartidores de felicidad. He decidido recopilar folletos de los que reparten en mano desde algunas esquinas o de los que colocan en los parabrisas de los coches: anuncios de compra de oro y plata; masajes a cuatro manos con cita previa; acompañantes de tarifas variadas por horas en hoteles o domicilios; agentes inmobiliarios que tasan tu casa por si quieres venderla; chamanes africanos y echadores de cartas del Tarot; restaurantes de menús económicos…
Y en todas estas fotocopias aparecen mensajes breves y concisos: “Jesús te espera”, “Aliviamos tu estrés”, “Chicas sumisas y complacientes”, “Valoramos tu vivienda”, “Adivinamos tu futuro”, “Limpiamos tus chacras”, “Apartamentos de lujo”, “30 cm para insatisfechas”, “Comida casera y trato familiar…”. Y la mejor de todas: “Encuentra la felicidad, te llevamos al Paraíso”. Este mensaje me intrigaba, sobre todo por la foto que acompañaba al texto: unas nubes sobre un cielo al atardecer, atravesado por unos rayos que iluminaban un mar en calma y un número de teléfono dibujado sobre la arena.
Llamé. Me contestó una voz pregrabada, me dio cita a una hora que me interesaba, y acudí. Me encontré frente a un chalé de lujo con dos palmeras en la parte delantera. Al abrirse la puerta me recibió una chica de voz casi inaudible que, juntando sus blanquísimas manos delante de su pecho, me dijo “Namaste”. Como entendí “pase usted”, entré. Atravesamos un largo pasillo a media luz, llegamos a una sala desamueblada y con un grupo de gente sentada en el suelo alrededor de un cirio encendido y mirando al suelo. Supuse que, como yo, buscaban el Edén.
Tenía que acomodarme como los otros, cerrar los ojos y respirar suave y profundo… Solo conseguí dormirme un rato y soñar con nubes de algodón donde no habitaban ni jóvenes vírgenes, ni santos, ni nada de nada. Pero al salir tuve que contribuir con un billete de 50 y me regalaron un rosario con un pequeño crucifijo. Desde que llevo el rosario en el bolsillo parece que todo me va mejor. Estoy tentado a probar las otras opciones.
En una ocasión, ya no recuerdo cuándo ni en qué país, pues yo también camino mucho y sola, pasé frente a una pequeña iglesia católica sobre cuya puerta se leía en grandes letras mayúsculas: ‘La casa de Dios siempre está abierta’. Junto a la puerta, en una placa que debió ser dorada se leía: ‘Horario de apertura: Lun-Vie 09:00-14:00. Pensé: sio dios existe, tiene sentido del humor.