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🍁 martes 10 diciembre 2024
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Caminante perdido

Lo de caminar está muy bien, lo dicen hasta los médicos y a esos no se atreve nadie a contradecirles; pero a mí lo que me parece más sano y provechoso es perderse al caminar por ciudades grandes y desconocidas, aun a riesgo de meterse en algún lío.
El laberinto es el destino del hombre, ahí es donde se adquiere la templanza.

Para perderse no es necesario tomar un avión y trasladarse a otro continente; el que necesita perderse es capaz de hacerlo en la salita de su casa, sentado en su sillón favorito.

Caminar por Murcia o por Albacete, que están ahí al lado, y sin consultar ni un plano ni Google Maps —y para colmo sin preguntar a nadie, sin prisas y sin miedos— está al alcance de cualquiera.

Perderse en Yecla es complicado, ya que en el momento en que te paseas por algún lugar no habitual, siempre aparecerá el pariente o el vecino indiscreto que te preguntará: «¿A dónde vas tú por aquí?». Lo suyo sería no contestar o decir que andas buscando algún secreto: una puerta al futuro que te traslade a otra dimensión sensorial o a otra galaxia, y mirándole muy de cerca le susurras: «¡Están por todas partes, ten cuidado!»… Eso sí, al día siguiente medio pueblo sabrá que andas poseído por un extraterrestre y tu cordura se pondrá en entredicho.

En mi infancia, hace de eso un montón de tiempo, cuando la mitad de las calles eran de tierra y todavía rodaban carros con mulas, era muy fácil perderse, sobre todo en las tardes de primavera después de la salida del colegio. De una punta a otra se disputaban carreras, partidos o guerrillas de guardias y ladrones, y el único peligro era la llegada de la noche y no saber dónde habías dejado la cartera con los libros y los cuadernos.

Aviso a los nostálgicos: cualquier tiempo pasado no me parece mejor, me parece simplemente distinto.

Perderse en Venecia es maravilloso y fácil, incluso con mapa. Perderse en Madrid, rodeado de gente desconocida y a la que nunca volverás a ver —y si la vieras de nuevo no la reconocerías— resulta beneficioso porque el anonimato te obliga a pensar en la soledad, en tu propia soledad, para saborearla y aprender a vivir con ella.

Perderse en Córdoba es gratificante para la imaginación, y podrías encontrarte en uno de sus callejones a un sultán recién llegado de Bagdad en su alfombra mágica.

Los que aprendimos a perdernos desde niños llevamos un trecho recorrido que nos facilita la existencia. Y por cierto, lo más importante es el camino, porque la meta está clara: es un precipicio enorme y oscuro.

Me pierdo a diario en cualquier actividad en la que participo. ¡Me gusta perderme! En una terapia a la que me sometí, me diagnosticaron dispersión y escasa capacidad de concentración; el psicólogo desconocía que todo acontece en varias dimensiones paralelas al mismo tiempo, y no contaba con mi facilidad para la teletransportación.

Nunca hago un camino directo, incluso en Yecla: para ir desde la Plaza de Toros al campo de fútbol, que lo podría hacer en línea recta —y resulta lógico en una ciudad con las calles principales tan largas— prefiero subir y bajar por callejones en cuesta, rodear la iglesia vieja para comprobar que todos sus muros siguen manteniendo su firmeza.

Siempre que vuelvo a Yecla doy un paseo por la calle donde nací y veo que sigue allí, en su sitio, con el mismo número de siempre. Y si me encuentro a algún sobrino que me pregunta a dónde voy, siempre digo que ando buscando la sombra desaparecida del perro de un amigo que se extravió…

Me gusta el caos, no podría seguir una ruta marcada aunque me pagaran por ello.

Uno de mis placeres es desaparecer y saber que durante dos horas nadie en el mundo sabe dónde estoy, sin teléfono y sin destino…
«Vas por muy mal camino», me decía una de mis abuelas, pero un tío de mi madre, caminante solitario, auguraba que mis caminos acabarían encontrándose.

«No te apures, hijo, mientras tengas la necesidad de caminar es que todo va bien. ¡Camina y no tengas miedo a perderte, que los caminos están sembrados de esperanzas!» Y seguí sus consejos.

Yo entiendo que hay gentes que necesitan cada día recorrer la misma ruta a la misma hora y hacer cada día las mismas cosas para sentirse seguros, y también creo que el mundo funciona gracias a ellos, pero yo solo me siento seguro cuando la brújula se me vuelve loca o cuando encuentro un laberinto por donde airear mi soledad. Y si tengo que luchar contra el Minotauro para salvar a las doncellas, mejor que mejor; también suelo perderme entre la Luna y Júpiter, dar una vuelta por la Vía Láctea y aterrizar por las nubes del amanecer.

En mi familia siempre me preguntan qué hago madrugando tanto, y yo siempre respondo que necesito organizar el universo. Por cierto, no sé a cuento de qué cuento esto, si a mí lo que me gusta es pintar, dormir y soñar; dormir y soñar; dormir y soñar.


Blog de Vicente Chumilla

Vicente Chumilla
Vicente Chumilla
Pintor y grabador yeclano. Colaborador de elperiodicodeyecla.com con artículos sobre Yecla o temas relacionados con el arte y su localidad natal.

Lo de caminar está muy bien, lo dicen hasta los médicos y a esos no se atreve nadie a contradecirles; pero a mí lo que me parece más sano y provechoso es perderse al caminar por ciudades grandes y desconocidas, aun a riesgo de meterse en algún lío.
El laberinto es el destino del hombre, ahí es donde se adquiere la templanza.

Para perderse no es necesario tomar un avión y trasladarse a otro continente; el que necesita perderse es capaz de hacerlo en la salita de su casa, sentado en su sillón favorito.

Caminar por Murcia o por Albacete, que están ahí al lado, y sin consultar ni un plano ni Google Maps —y para colmo sin preguntar a nadie, sin prisas y sin miedos— está al alcance de cualquiera.

Perderse en Yecla es complicado, ya que en el momento en que te paseas por algún lugar no habitual, siempre aparecerá el pariente o el vecino indiscreto que te preguntará: «¿A dónde vas tú por aquí?». Lo suyo sería no contestar o decir que andas buscando algún secreto: una puerta al futuro que te traslade a otra dimensión sensorial o a otra galaxia, y mirándole muy de cerca le susurras: «¡Están por todas partes, ten cuidado!»… Eso sí, al día siguiente medio pueblo sabrá que andas poseído por un extraterrestre y tu cordura se pondrá en entredicho.

En mi infancia, hace de eso un montón de tiempo, cuando la mitad de las calles eran de tierra y todavía rodaban carros con mulas, era muy fácil perderse, sobre todo en las tardes de primavera después de la salida del colegio. De una punta a otra se disputaban carreras, partidos o guerrillas de guardias y ladrones, y el único peligro era la llegada de la noche y no saber dónde habías dejado la cartera con los libros y los cuadernos.

Aviso a los nostálgicos: cualquier tiempo pasado no me parece mejor, me parece simplemente distinto.

Perderse en Venecia es maravilloso y fácil, incluso con mapa. Perderse en Madrid, rodeado de gente desconocida y a la que nunca volverás a ver —y si la vieras de nuevo no la reconocerías— resulta beneficioso porque el anonimato te obliga a pensar en la soledad, en tu propia soledad, para saborearla y aprender a vivir con ella.

Perderse en Córdoba es gratificante para la imaginación, y podrías encontrarte en uno de sus callejones a un sultán recién llegado de Bagdad en su alfombra mágica.

Los que aprendimos a perdernos desde niños llevamos un trecho recorrido que nos facilita la existencia. Y por cierto, lo más importante es el camino, porque la meta está clara: es un precipicio enorme y oscuro.

Me pierdo a diario en cualquier actividad en la que participo. ¡Me gusta perderme! En una terapia a la que me sometí, me diagnosticaron dispersión y escasa capacidad de concentración; el psicólogo desconocía que todo acontece en varias dimensiones paralelas al mismo tiempo, y no contaba con mi facilidad para la teletransportación.

Nunca hago un camino directo, incluso en Yecla: para ir desde la Plaza de Toros al campo de fútbol, que lo podría hacer en línea recta —y resulta lógico en una ciudad con las calles principales tan largas— prefiero subir y bajar por callejones en cuesta, rodear la iglesia vieja para comprobar que todos sus muros siguen manteniendo su firmeza.

Siempre que vuelvo a Yecla doy un paseo por la calle donde nací y veo que sigue allí, en su sitio, con el mismo número de siempre. Y si me encuentro a algún sobrino que me pregunta a dónde voy, siempre digo que ando buscando la sombra desaparecida del perro de un amigo que se extravió…

Me gusta el caos, no podría seguir una ruta marcada aunque me pagaran por ello.

Uno de mis placeres es desaparecer y saber que durante dos horas nadie en el mundo sabe dónde estoy, sin teléfono y sin destino…
«Vas por muy mal camino», me decía una de mis abuelas, pero un tío de mi madre, caminante solitario, auguraba que mis caminos acabarían encontrándose.

«No te apures, hijo, mientras tengas la necesidad de caminar es que todo va bien. ¡Camina y no tengas miedo a perderte, que los caminos están sembrados de esperanzas!» Y seguí sus consejos.

Yo entiendo que hay gentes que necesitan cada día recorrer la misma ruta a la misma hora y hacer cada día las mismas cosas para sentirse seguros, y también creo que el mundo funciona gracias a ellos, pero yo solo me siento seguro cuando la brújula se me vuelve loca o cuando encuentro un laberinto por donde airear mi soledad. Y si tengo que luchar contra el Minotauro para salvar a las doncellas, mejor que mejor; también suelo perderme entre la Luna y Júpiter, dar una vuelta por la Vía Láctea y aterrizar por las nubes del amanecer.

En mi familia siempre me preguntan qué hago madrugando tanto, y yo siempre respondo que necesito organizar el universo. Por cierto, no sé a cuento de qué cuento esto, si a mí lo que me gusta es pintar, dormir y soñar; dormir y soñar; dormir y soñar.


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Pintor y grabador yeclano. Colaborador de elperiodicodeyecla.com con artículos sobre Yecla o temas relacionados con el arte y su localidad natal.
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Vicente Chumilla
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Pintor y grabador yeclano. Colaborador de elperiodicodeyecla.com con artículos sobre Yecla o temas relacionados con el arte y su localidad natal.
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