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🌼 sábado 27 abril 2024
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Queridos (y añorados) veranos

Hace unos días leí con agrado e interés en este periódico el artículo de José Antonio Ortega “De como veraneábamos los yeclanos”. No pude evitar que acudieran a mi mente aquellos veranos lejanos.

Mis recuerdos no creo que se remonten tan atrás como los que narra José Antonio, sino que se remiten, principalmente, a los años 70, cuando, la que habla, contaba con doce o trece años y ya las piscinas públicas eran un hecho y los lugares preferidos de recreo a los que los paisanos acudíamos a aliviar el seco y cálido verano yeclano.

“Los Rosales” era la más céntrica y por ese motivo la más frecuentada. Mantengo viva aquella emocionante sensación de acercarme a la taquilla a pagar el tique, aquel papelito de color azul o rosa, que me daría la opción de pasar unas horas de diversión inigualables.

Ya desde fuera llegaba hasta mí el inconfundible olor a agua clorada y el griterío jovial de los bañistas, emoción que iba in crescendo una vez dentro, mientras bajaba por un pasadizo enlosado y encalado, circundado con jardineras repletas de flores, mayormente rosas, creo recordar, de ahí posiblemente su nombre.

Las prohibiciones en Los Rosales

Esta piscina sigue funcionando como lugar de esparcimiento de yeclanas y yeclanos, y aunque hace mucho que no la frecuento, seguro que lucirá muy diferente a como la recrean mis recuerdos; pero hubo una época en que esta piscina tuvo una normativa muy estricta que, no obstante, fue relajándose con los años por pura presión social más que por convicción de sus gestores.

Durante un tiempo, el recinto tuvo habilitado dos espacios separados: uno para hombres y otro para mujeres. Creo recordar que las mujeres y los niños ocupábamos el más cercano a la piscina infantil, corríjanme si me equivoco. Esto ocurría cuando todavía era una niña y acudía a la piscina en compañía de mis padres y hermanos, así que mi recuerdo es algo difuso.

Otra prohibición se centró en el atuendo de las mujeres para el baño. En plena “época yeyé”, la de la minifalda hasta las ingles, medias de colores y melenas largas al viento, cuando el biquini era el último grito de modernidad y se extendía sin remedio por playas y piscinas, las recatadas yeclanas, convertidas en reserva espiritual y mojigata, teníamos prohibido lucirlo dentro de este recinto.

Mas con mucha paciencia todo llega. Bien entrados los años 70 comenzó a relajarse esta prohibición. Por fin, se permitió el bañador de dos piezas, siempre y cuando no fuera indecoroso en exceso, según el criterio del censor o censora de turno. Desconozco a quién correspondía esta tarea, la verdad, pero imagino que el clero andaría por medio.

El lugar más concurrido por los jóvenes

En esta etapa, mis amigas y yo, ya creciditas, durante las vacaciones escolares, empezamos a conquistar cierta “independencia” de los mayores y disfrutar de la piscina sin su tutela constante. Mis pocos ahorros los guardaba con mimo para poder ir, al menos, un par de veces a la semana, lo que llenaba de entusiasmo esos días. Eran pocas las familias que se podían permitir alquilar una casa en la playa, así que estos lugares de ocio y recreo eran la única posibilidad de disfrutar un verano medianamente digno y refrescante.

Fue allí donde comenzaron nuestros primeros flirteos con los chicos. Ellos se hacían los interesantes intentando cruzar la piscina nadando o buceando de punta a punta, aun a riesgo de perecer en el intento. Pero, sobre todo, les encantaba gamberrear tirándose “a bomba” al agua, haciendo el máximo ruido posible y salpicar, cuanto más mejor, a las atentas espectadoras. Todo esto ocurría a ritmo de melodías del entonces admirado Adamo, “Mis manos en tu cintura”, “La noche” o “Un mechón de tu cabello”…

Lamento decir que aborrecí aquellas canciones para el resto de mi vida, escuchadas sin descanso una y otra vez durante horas y horas. Ni los gratos recuerdos de aquellos años logran hacerme cambiar de parecer. ¡Lo que hubiera dado entonces por una canción de The Beatles, Simon & Garfunkel o Cat Stevens, mientras chapoteaba como una sirena en las aguas frescas de aquel edén!

Y también El Trébol

Pero la fiesta mayor era conseguir que algún padre o hermano mayor accediera a acercarnos en coche a la piscina “El Trébol”, más alejada del pueblo y menos concurrida por esta razón. El recinto, situado junto al Cerrico La Fuente, contaba, incluso, con un bar-restaurante a la entrada, con una extensa terraza con vistas a la piscina. Cuando nos llevábamos el bocadillo parar pasar el día, nos sentábamos en una de aquellas mesas, a la sombra, para disfrutar de una coca cola y patatas fritas para acompañar.

Otra opción, menos recurrente, era la de las piscinas particulares de amistades, y las balsas para riego acondicionadas para el baño veraniego.

Entonces, las aguas de las balsas no estaban tratadas con filtros ni cloros y, por tanto, solían quedar al acecho de la naturaleza que las rodeaba, así que, en muchas ocasiones, se compartía el baño con peces, renacuajos, ranas e incluso alguna culebra podía serpentear entre brazada y brazada; con las libélulas, avispas, golondrinas y otros seres voladores revoloteando sobre nuestras cabezas.

Las verdosas algas, llamadas popularmente “verdete”, se acumulaban en los bordes y paredes circundantes como ornamento decorativo y, si se dejaba unos días más, formaba una densa capa fosforescente sobre el agua que había que apartar antes de zambullirse.

el trébol piscina
El Trébol, en avanzado estado de abandono

También era época de trabajo en el campo

Pero no todo el verano era piscina y diversión. Cuando tuvimos edad de trabajar, antes de que empezaran las clases, y coincidiendo con el final del verano, había que apuntarse a la recolección de fruta.

Había una empresa de la próxima localidad de Caudete, “La Famosa”, situada en la parte oeste de la Sierra del Cuchillo, un lugar de gran belleza, por cierto, en la que trabajé de temporera bastantes años. Empezábamos con la recogida de la manzana y tomates, y terminábamos con la vendimia, doblando el lomo nueve horas diarias. La temporada podía extenderse hasta mediados de octubre.

En ocasiones, me incorporaba a las clases después de que hubiesen comenzado, siempre con el permiso del centro docente, conscientes de que ayudar económicamente en casa era una necesidad.

De lo que ganaba, siempre quedaba alguna cantidad para mis gastos y para comprar algo de ropa de temporada, lo que, en parte, recompensaba el sacrificio. De todas formas, a pesar de la dureza del trabajo, sobre todo si el calor apretaba, no guardo mal recuerdo.

Ir a trabajar al campo acompañada de alguna amiga propiciaba que las horas transcurrieran más deprisa entre charlas, canciones y cotilleos. Si además se daba la circunstancia de que nos acompañara algún zagal simpático con el que confraternizar, el esfuerzo era mucho más llevadero.

El final del verano…

El final del verano siempre era una época nostálgica. Había que decir adiós a las horas de ocio, amistad, diversión y juego en plena libertad, lo que era muy ingrato. A la par que el canto de las cigarras, grillos y ranas se iban apaciguando, nuevos sueños iban resurgiendo en nuestro camino y los restos de cualquier naufragio se iban apartando y quedando atrás.

Nuevos proyectos empezarían a madurar durante los meses venideros, ayudando a olvidar todo aquello que nos hizo vibrar durante unos días, que nos encendió el alma, consiguiendo que no echáramos tanto de menos lo bueno y que amortiguara lo no tan bueno. Este olvido nos impulsaba a seguir adelante con nuestra vida, a desear explorar nuevas experiencias, más hermosas o interesantes, si cabe, que las que dejábamos atrás. La naturaleza humana casi siempre sabe poner en marcha sus mecanismos para hacernos seguir adelante y mantener alta la ilusión.


Relatos de Concha Ortega

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com

Hace unos días leí con agrado e interés en este periódico el artículo de José Antonio Ortega “De como veraneábamos los yeclanos”. No pude evitar que acudieran a mi mente aquellos veranos lejanos.

Mis recuerdos no creo que se remonten tan atrás como los que narra José Antonio, sino que se remiten, principalmente, a los años 70, cuando, la que habla, contaba con doce o trece años y ya las piscinas públicas eran un hecho y los lugares preferidos de recreo a los que los paisanos acudíamos a aliviar el seco y cálido verano yeclano.

“Los Rosales” era la más céntrica y por ese motivo la más frecuentada. Mantengo viva aquella emocionante sensación de acercarme a la taquilla a pagar el tique, aquel papelito de color azul o rosa, que me daría la opción de pasar unas horas de diversión inigualables.

Ya desde fuera llegaba hasta mí el inconfundible olor a agua clorada y el griterío jovial de los bañistas, emoción que iba in crescendo una vez dentro, mientras bajaba por un pasadizo enlosado y encalado, circundado con jardineras repletas de flores, mayormente rosas, creo recordar, de ahí posiblemente su nombre.

Las prohibiciones en Los Rosales

Esta piscina sigue funcionando como lugar de esparcimiento de yeclanas y yeclanos, y aunque hace mucho que no la frecuento, seguro que lucirá muy diferente a como la recrean mis recuerdos; pero hubo una época en que esta piscina tuvo una normativa muy estricta que, no obstante, fue relajándose con los años por pura presión social más que por convicción de sus gestores.

Durante un tiempo, el recinto tuvo habilitado dos espacios separados: uno para hombres y otro para mujeres. Creo recordar que las mujeres y los niños ocupábamos el más cercano a la piscina infantil, corríjanme si me equivoco. Esto ocurría cuando todavía era una niña y acudía a la piscina en compañía de mis padres y hermanos, así que mi recuerdo es algo difuso.

Otra prohibición se centró en el atuendo de las mujeres para el baño. En plena “época yeyé”, la de la minifalda hasta las ingles, medias de colores y melenas largas al viento, cuando el biquini era el último grito de modernidad y se extendía sin remedio por playas y piscinas, las recatadas yeclanas, convertidas en reserva espiritual y mojigata, teníamos prohibido lucirlo dentro de este recinto.

Mas con mucha paciencia todo llega. Bien entrados los años 70 comenzó a relajarse esta prohibición. Por fin, se permitió el bañador de dos piezas, siempre y cuando no fuera indecoroso en exceso, según el criterio del censor o censora de turno. Desconozco a quién correspondía esta tarea, la verdad, pero imagino que el clero andaría por medio.

El lugar más concurrido por los jóvenes

En esta etapa, mis amigas y yo, ya creciditas, durante las vacaciones escolares, empezamos a conquistar cierta “independencia” de los mayores y disfrutar de la piscina sin su tutela constante. Mis pocos ahorros los guardaba con mimo para poder ir, al menos, un par de veces a la semana, lo que llenaba de entusiasmo esos días. Eran pocas las familias que se podían permitir alquilar una casa en la playa, así que estos lugares de ocio y recreo eran la única posibilidad de disfrutar un verano medianamente digno y refrescante.

Fue allí donde comenzaron nuestros primeros flirteos con los chicos. Ellos se hacían los interesantes intentando cruzar la piscina nadando o buceando de punta a punta, aun a riesgo de perecer en el intento. Pero, sobre todo, les encantaba gamberrear tirándose “a bomba” al agua, haciendo el máximo ruido posible y salpicar, cuanto más mejor, a las atentas espectadoras. Todo esto ocurría a ritmo de melodías del entonces admirado Adamo, “Mis manos en tu cintura”, “La noche” o “Un mechón de tu cabello”…

Lamento decir que aborrecí aquellas canciones para el resto de mi vida, escuchadas sin descanso una y otra vez durante horas y horas. Ni los gratos recuerdos de aquellos años logran hacerme cambiar de parecer. ¡Lo que hubiera dado entonces por una canción de The Beatles, Simon & Garfunkel o Cat Stevens, mientras chapoteaba como una sirena en las aguas frescas de aquel edén!

Y también El Trébol

Pero la fiesta mayor era conseguir que algún padre o hermano mayor accediera a acercarnos en coche a la piscina “El Trébol”, más alejada del pueblo y menos concurrida por esta razón. El recinto, situado junto al Cerrico La Fuente, contaba, incluso, con un bar-restaurante a la entrada, con una extensa terraza con vistas a la piscina. Cuando nos llevábamos el bocadillo parar pasar el día, nos sentábamos en una de aquellas mesas, a la sombra, para disfrutar de una coca cola y patatas fritas para acompañar.

Otra opción, menos recurrente, era la de las piscinas particulares de amistades, y las balsas para riego acondicionadas para el baño veraniego.

Entonces, las aguas de las balsas no estaban tratadas con filtros ni cloros y, por tanto, solían quedar al acecho de la naturaleza que las rodeaba, así que, en muchas ocasiones, se compartía el baño con peces, renacuajos, ranas e incluso alguna culebra podía serpentear entre brazada y brazada; con las libélulas, avispas, golondrinas y otros seres voladores revoloteando sobre nuestras cabezas.

Las verdosas algas, llamadas popularmente “verdete”, se acumulaban en los bordes y paredes circundantes como ornamento decorativo y, si se dejaba unos días más, formaba una densa capa fosforescente sobre el agua que había que apartar antes de zambullirse.

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El Trébol, en avanzado estado de abandono

También era época de trabajo en el campo

Pero no todo el verano era piscina y diversión. Cuando tuvimos edad de trabajar, antes de que empezaran las clases, y coincidiendo con el final del verano, había que apuntarse a la recolección de fruta.

Había una empresa de la próxima localidad de Caudete, “La Famosa”, situada en la parte oeste de la Sierra del Cuchillo, un lugar de gran belleza, por cierto, en la que trabajé de temporera bastantes años. Empezábamos con la recogida de la manzana y tomates, y terminábamos con la vendimia, doblando el lomo nueve horas diarias. La temporada podía extenderse hasta mediados de octubre.

En ocasiones, me incorporaba a las clases después de que hubiesen comenzado, siempre con el permiso del centro docente, conscientes de que ayudar económicamente en casa era una necesidad.

De lo que ganaba, siempre quedaba alguna cantidad para mis gastos y para comprar algo de ropa de temporada, lo que, en parte, recompensaba el sacrificio. De todas formas, a pesar de la dureza del trabajo, sobre todo si el calor apretaba, no guardo mal recuerdo.

Ir a trabajar al campo acompañada de alguna amiga propiciaba que las horas transcurrieran más deprisa entre charlas, canciones y cotilleos. Si además se daba la circunstancia de que nos acompañara algún zagal simpático con el que confraternizar, el esfuerzo era mucho más llevadero.

El final del verano…

El final del verano siempre era una época nostálgica. Había que decir adiós a las horas de ocio, amistad, diversión y juego en plena libertad, lo que era muy ingrato. A la par que el canto de las cigarras, grillos y ranas se iban apaciguando, nuevos sueños iban resurgiendo en nuestro camino y los restos de cualquier naufragio se iban apartando y quedando atrás.

Nuevos proyectos empezarían a madurar durante los meses venideros, ayudando a olvidar todo aquello que nos hizo vibrar durante unos días, que nos encendió el alma, consiguiendo que no echáramos tanto de menos lo bueno y que amortiguara lo no tan bueno. Este olvido nos impulsaba a seguir adelante con nuestra vida, a desear explorar nuevas experiencias, más hermosas o interesantes, si cabe, que las que dejábamos atrás. La naturaleza humana casi siempre sabe poner en marcha sus mecanismos para hacernos seguir adelante y mantener alta la ilusión.


Relatos de Concha Ortega

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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Concha Ortega
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Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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