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🌼 martes 16 abril 2024
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Viento inclemente

Viento inclemente… viento barredor, furioso, endemoniado.

Era un viento fanfarrón que entraba por una punta del pueblo y salía por la otra, atropellando, dando espantadas, embistiendo, corneando…

Cito las palabras de nuestro ilustre escritor Castillo Puche, que expresó en un artículo para el diario ABC en 1961, y que este mismo periódico reprodujo hace unos meses, porque por más que yo me esfuerce, no seré capaz de definirlo mejor, por algo él llegó donde llegó en el mundo literario. Pero lo cierto es que cualquier yeclano o yeclana que se precie, reconocerá que, con frecuencia, el viento se presenta como un obstinado e incómodo compañero de vivencias y experiencias a lo largo de toda una vida.

Cuando José Luis Castillo Puche preguntó a su colega José Martínez Ruiz, Azorín, qué era lo que más recordaba de Yecla este volvió a referirse al omnipresente meteoro: “El viento. El viento es lo que más recuerdo… su sonido, su fuerza, su frenesí».

Yo misma recuerdo variados sucesos y anécdotas en distintas épocas de mi infancia y juventud, que tuvieron al viento como protagonista y, en otras, en las que el viento solo aparece como telón de fondo. De alguna de ellas, me gustaría hablaros.

—Acércate al El Barco y que te den cinco botones como este —me mandó mi madre, en una ocasión, hace ya muchos años.

Era una ventosa tarde de diciembre en la que estaba intentando terminar un precioso abrigo azul oscuro cruzado que estaba haciendo para mí, al que le hacían falta ocho botones, de los que solo tenía tres.

Vi los cielos abiertos, pues la larga y oscura tarde me estaba matando de aburrimiento. Pensé que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, podría tener la ocasión de acercarme por casa de mi amiga Inma, que vivía en uno de los callejones que desembocaban en la Corredera, para charlar un rato con ella.

Nada más salir de casa, comprobé que soplaba un ventarrón que azotaba sin piedad la calle desierta y, por un momento, me arrepentí de haber aceptado aquel mandado sin rechistar. Guardé el botón y el billete de cien pesetas que me dio mi madre para pagar el encargo en el bolsillo de mi viejo abrigo marrón que, de corto que ya me quedaba, dejaba asomar, lo menos, un palmo del uniforme por debajo, y me encaminé calle arriba.

En lugar de subir directamente por la calle San Francisco, opté por uno de los callejones paralelos que conducía hasta la casa de mi amiga, pero justo antes de llegar, metí la mano en el bolsillo para asegurarme que todo estaba en orden cuando descubrí, al fondo, un importante agujero por el que cabían dos dedos, y que el botón de muestra y el dinero debían haber caído por él.

Palpé el forro del abrigo hasta que di con lo que parecía el botón, pensando que el billete no andaría muy lejos. Me quité el abrigo, a riesgo de coger una pulmonía, saqué el bolsillo hacia afuera, lo descosí un poco más de lo que ya estaba hasta que mi mano cupo con holgura y pude escarbar en el interior hasta que conseguí recuperar, primero el botón y, a continuación, el billete. ¡Problema resuelto!, suspiré aliviada. Ahora iría a casa de Inma para pedirle que me acompañara a hacer el recado, y charlar de nuestras cosas mientras tanto.

Pero no, nunca nada es tan sencillo, pues como había decidido llevar el billete en la mano para que no volviera a caer en el pozo oscuro del bolsillo de mi abrigo, una ráfaga de viento más fuerte que las demás arremolinó mi pelo suelto tapándome los ojos y, en el intento de retirarlo de la cara, abrí la mano más de la cuenta y el billete salió volando por los aires, tan alto que se confundió con la oscuridad de la tarde. Lo vi girar y girar por encima de mi cabeza unos segundos y, a continuación, unirse al vuelo y desaparecer entre una maraña de otros frágiles objetos: hojas de morera, papeles y plásticos, que formaban una especie de monstruo gigante que, girando aceleradamente, se alejaba de mí callejón arriba.

Corrí y corrí cuanto pude tras aquel engendro, pero cuanto más corría, más y más se alejaba de mí, como si fuera consciente de mi persecución, incitándome a seguir su perverso juego. El viento me empujaba calle arriba y, tanto corrí, que casi llegué al Castillo, y mientras corría, buscaba y rebuscaba, desolada, bajo los coches, entre la broza que el aire acumulaba en los rincones, sin obtener ningún resultado, hasta que me convencí de que sería imposible encontrarlo.

Ya de vuelta, derrotada y acongojada, al pasar por la puerta del auditorio, el reloj de la torre daba las ocho. Lo único que jugaba a mi favor en aquel momento era que, dado lo desapacible de la tarde, no me crucé con nadie por el camino, por tanto, no hubo testigos de mi desgraciada aventura. Cuando pasé por la puerta de El Barco ya estaban echando la persiana.

—Pero hija, ¿dónde te has metido? —preguntó mi madre preocupada cuando me vio entrar en casa—. Ya iba a salir a buscarte.
—Se me voló el billete y no he parado de buscarlo hasta ahora mismo —dije rompiendo a llorar desconsolada.
Contra todo pronóstico, dado mi lamentable aspecto, despeinada, sofocada, y que no podía contener el llanto, mi madre se apiadó de mí.
—¡Ay hija, cuanto lo siento! No te preocupes, mañana iré yo. Es verdad que hace una tarde horrible —me consoló, tal vez un poco arrepentida de haberme enviado a hacer un recado con aquella tarde de perros.
—¿Y el dinero? —seguí sollozando.
—No te apures ahora por eso, mañana lentejas pelás, comeremos —mi madre, a veces sin querer, hablaba medio en verso.

En otras ocasiones, el viento solo entraba en escena como un pesado decorado, importunando con su indeseable compañía en aquellas noches silenciosas de estudio antes de un examen, bajo el flexo plateado y recalentado, en las que, con su enérgica virulencia, aprovechaba para penetrar, con su loco aullido, por cualquier resquicio. No he olvidado una mañana, después de una de aquellas noches tempestuosas que, al llegar al instituto, soñolientos, encontramos que varios pinos centenarios del jardín yacían en el suelo, dejando al descubierto sus inmensas raíces, y que los hierros de los toldos de la tienda de Dña. Emilia Lorente, amanecieron completamente doblados, como si un gigante hubiera estado jugando con ellos.

También recuerdo la incomodidad que me producían los momentos en los que tuve que acompañar a Dña. Remedios a su inmensa y vieja casa solariega, con el pavor que me producía, y aguantar el sonido desafinado de la oxidada veleta que coronaba la cúpula, en lo alto de la escalera. Escuchar su chirrido insoportable me hacía temblar de frio, y de miedo.

Todavía parece resonar en mis oídos el silbido del viento aquel que se filtraba por las rendijas de las ventanas de la casita de la abuela de Salvador, allá por el barrio de Santa Bárbara, ya deshabitada en aquella época de nuestros primeros encuentros. Allí nos refugiábamos algunas tardes de domingo, en invierno, al calor de una estufa de resistencia que también nos servía de iluminación y que, en ocasiones, hacía saltar los plomos.

El viejo tocadiscos, teniendo en cuenta que eran los 80, hacía girar los vinilos al ritmo de The Police, U2, Radio Futura o Nacha Pop. Cuando la aguja llegaba al final de los surcos y todo quedaba en silencio, el viento soplaba con fuerza recordándonos que seguía allí afuera, acechando, intentando entrar por cualquier oquedad. Pero la intimidación que nos producía su constante desafío, se esfumaba de inmediato con solo abrazándonos más fuerte bajo la manta, y después de darle la vuelta al disco, de nuevo.

Desde hace ya bastantes años, el clima ha cambiado enormemente como consecuencia del ya innegable cambio climático que, por estos lares, ha sosegado en gran medida aquellos vientos infernales, indómitos, a los que se referían Castillo Puche y Azorín, y estos de mis viejos recuerdos, pero no deberíamos descuidarnos ni un momento, la huella que ha dejado su paso firme y potente durante siglos por estas tierras altas, en las que se intercalan páramos y sierras sucesivamente, hace que regrese de cuando en cuando para reclamar sus posesiones. Estoy convencida de que el viento tiene memoria y sentido de propiedad, y no está dispuesto a ceder un ápice de los territorios que considera que siempre serán exclusivamente suyos.


Blog de Concha Ortega

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com

Viento inclemente… viento barredor, furioso, endemoniado.

Era un viento fanfarrón que entraba por una punta del pueblo y salía por la otra, atropellando, dando espantadas, embistiendo, corneando…

Cito las palabras de nuestro ilustre escritor Castillo Puche, que expresó en un artículo para el diario ABC en 1961, y que este mismo periódico reprodujo hace unos meses, porque por más que yo me esfuerce, no seré capaz de definirlo mejor, por algo él llegó donde llegó en el mundo literario. Pero lo cierto es que cualquier yeclano o yeclana que se precie, reconocerá que, con frecuencia, el viento se presenta como un obstinado e incómodo compañero de vivencias y experiencias a lo largo de toda una vida.

Cuando José Luis Castillo Puche preguntó a su colega José Martínez Ruiz, Azorín, qué era lo que más recordaba de Yecla este volvió a referirse al omnipresente meteoro: “El viento. El viento es lo que más recuerdo… su sonido, su fuerza, su frenesí».

Yo misma recuerdo variados sucesos y anécdotas en distintas épocas de mi infancia y juventud, que tuvieron al viento como protagonista y, en otras, en las que el viento solo aparece como telón de fondo. De alguna de ellas, me gustaría hablaros.

—Acércate al El Barco y que te den cinco botones como este —me mandó mi madre, en una ocasión, hace ya muchos años.

Era una ventosa tarde de diciembre en la que estaba intentando terminar un precioso abrigo azul oscuro cruzado que estaba haciendo para mí, al que le hacían falta ocho botones, de los que solo tenía tres.

Vi los cielos abiertos, pues la larga y oscura tarde me estaba matando de aburrimiento. Pensé que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, podría tener la ocasión de acercarme por casa de mi amiga Inma, que vivía en uno de los callejones que desembocaban en la Corredera, para charlar un rato con ella.

Nada más salir de casa, comprobé que soplaba un ventarrón que azotaba sin piedad la calle desierta y, por un momento, me arrepentí de haber aceptado aquel mandado sin rechistar. Guardé el botón y el billete de cien pesetas que me dio mi madre para pagar el encargo en el bolsillo de mi viejo abrigo marrón que, de corto que ya me quedaba, dejaba asomar, lo menos, un palmo del uniforme por debajo, y me encaminé calle arriba.

En lugar de subir directamente por la calle San Francisco, opté por uno de los callejones paralelos que conducía hasta la casa de mi amiga, pero justo antes de llegar, metí la mano en el bolsillo para asegurarme que todo estaba en orden cuando descubrí, al fondo, un importante agujero por el que cabían dos dedos, y que el botón de muestra y el dinero debían haber caído por él.

Palpé el forro del abrigo hasta que di con lo que parecía el botón, pensando que el billete no andaría muy lejos. Me quité el abrigo, a riesgo de coger una pulmonía, saqué el bolsillo hacia afuera, lo descosí un poco más de lo que ya estaba hasta que mi mano cupo con holgura y pude escarbar en el interior hasta que conseguí recuperar, primero el botón y, a continuación, el billete. ¡Problema resuelto!, suspiré aliviada. Ahora iría a casa de Inma para pedirle que me acompañara a hacer el recado, y charlar de nuestras cosas mientras tanto.

Pero no, nunca nada es tan sencillo, pues como había decidido llevar el billete en la mano para que no volviera a caer en el pozo oscuro del bolsillo de mi abrigo, una ráfaga de viento más fuerte que las demás arremolinó mi pelo suelto tapándome los ojos y, en el intento de retirarlo de la cara, abrí la mano más de la cuenta y el billete salió volando por los aires, tan alto que se confundió con la oscuridad de la tarde. Lo vi girar y girar por encima de mi cabeza unos segundos y, a continuación, unirse al vuelo y desaparecer entre una maraña de otros frágiles objetos: hojas de morera, papeles y plásticos, que formaban una especie de monstruo gigante que, girando aceleradamente, se alejaba de mí callejón arriba.

Corrí y corrí cuanto pude tras aquel engendro, pero cuanto más corría, más y más se alejaba de mí, como si fuera consciente de mi persecución, incitándome a seguir su perverso juego. El viento me empujaba calle arriba y, tanto corrí, que casi llegué al Castillo, y mientras corría, buscaba y rebuscaba, desolada, bajo los coches, entre la broza que el aire acumulaba en los rincones, sin obtener ningún resultado, hasta que me convencí de que sería imposible encontrarlo.

Ya de vuelta, derrotada y acongojada, al pasar por la puerta del auditorio, el reloj de la torre daba las ocho. Lo único que jugaba a mi favor en aquel momento era que, dado lo desapacible de la tarde, no me crucé con nadie por el camino, por tanto, no hubo testigos de mi desgraciada aventura. Cuando pasé por la puerta de El Barco ya estaban echando la persiana.

—Pero hija, ¿dónde te has metido? —preguntó mi madre preocupada cuando me vio entrar en casa—. Ya iba a salir a buscarte.
—Se me voló el billete y no he parado de buscarlo hasta ahora mismo —dije rompiendo a llorar desconsolada.
Contra todo pronóstico, dado mi lamentable aspecto, despeinada, sofocada, y que no podía contener el llanto, mi madre se apiadó de mí.
—¡Ay hija, cuanto lo siento! No te preocupes, mañana iré yo. Es verdad que hace una tarde horrible —me consoló, tal vez un poco arrepentida de haberme enviado a hacer un recado con aquella tarde de perros.
—¿Y el dinero? —seguí sollozando.
—No te apures ahora por eso, mañana lentejas pelás, comeremos —mi madre, a veces sin querer, hablaba medio en verso.

En otras ocasiones, el viento solo entraba en escena como un pesado decorado, importunando con su indeseable compañía en aquellas noches silenciosas de estudio antes de un examen, bajo el flexo plateado y recalentado, en las que, con su enérgica virulencia, aprovechaba para penetrar, con su loco aullido, por cualquier resquicio. No he olvidado una mañana, después de una de aquellas noches tempestuosas que, al llegar al instituto, soñolientos, encontramos que varios pinos centenarios del jardín yacían en el suelo, dejando al descubierto sus inmensas raíces, y que los hierros de los toldos de la tienda de Dña. Emilia Lorente, amanecieron completamente doblados, como si un gigante hubiera estado jugando con ellos.

También recuerdo la incomodidad que me producían los momentos en los que tuve que acompañar a Dña. Remedios a su inmensa y vieja casa solariega, con el pavor que me producía, y aguantar el sonido desafinado de la oxidada veleta que coronaba la cúpula, en lo alto de la escalera. Escuchar su chirrido insoportable me hacía temblar de frio, y de miedo.

Todavía parece resonar en mis oídos el silbido del viento aquel que se filtraba por las rendijas de las ventanas de la casita de la abuela de Salvador, allá por el barrio de Santa Bárbara, ya deshabitada en aquella época de nuestros primeros encuentros. Allí nos refugiábamos algunas tardes de domingo, en invierno, al calor de una estufa de resistencia que también nos servía de iluminación y que, en ocasiones, hacía saltar los plomos.

El viejo tocadiscos, teniendo en cuenta que eran los 80, hacía girar los vinilos al ritmo de The Police, U2, Radio Futura o Nacha Pop. Cuando la aguja llegaba al final de los surcos y todo quedaba en silencio, el viento soplaba con fuerza recordándonos que seguía allí afuera, acechando, intentando entrar por cualquier oquedad. Pero la intimidación que nos producía su constante desafío, se esfumaba de inmediato con solo abrazándonos más fuerte bajo la manta, y después de darle la vuelta al disco, de nuevo.

Desde hace ya bastantes años, el clima ha cambiado enormemente como consecuencia del ya innegable cambio climático que, por estos lares, ha sosegado en gran medida aquellos vientos infernales, indómitos, a los que se referían Castillo Puche y Azorín, y estos de mis viejos recuerdos, pero no deberíamos descuidarnos ni un momento, la huella que ha dejado su paso firme y potente durante siglos por estas tierras altas, en las que se intercalan páramos y sierras sucesivamente, hace que regrese de cuando en cuando para reclamar sus posesiones. Estoy convencida de que el viento tiene memoria y sentido de propiedad, y no está dispuesto a ceder un ápice de los territorios que considera que siempre serán exclusivamente suyos.


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