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🍁 viernes 22 noviembre 2024
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Marica el último

El otro día, paseando cerca del parque del Cespín, escuché a un grupo de niños preparándose para una carrera y uno de ellos gritó: ¡Marica el último! Eso me recordó a tiempos de mi infancia; era una frase típica y hacía cincuenta años o más que no la escuchaba. La madre reprendió al niño delante de sus amigos, advirtiéndole que no hay que jugar a competir, que lo importante es participar.

Me fui riendo un rato y pensando que si a este niño y a su madre lo escuchan unos que yo me sé, él acaba en un reformatorio para su rehabilitación y sus padres en un cursillo intensivo de tolerancia.

Recién llegado a Pepieux, me dio por decir a todas horas que era más español que el Capitán Trueno, aunque allí nadie conocía a mi héroe; los chicos franceses leían a Tintín, que a mí me parecía un redicho y un señorito que viajaba gratis por el mundo. A Astérix y Obélix los descubrí después.

Cuando tenía doce años y la testosterona a tope, era más alto que el resto de compañeros. Un día, me peleé con un relamido francés de pelo largo muy rubio y ropa cursi que me miró desafiante y me llamó «Espagnol de merde». Yo le llamé gabacho y añadí que De Gaulle era un lerdo. El rubito francés me pilló desprevenido y me dio un puñetazo; yo le di una patada en los huevos, la cosa se complicó, los compañeros hicieron corro y entre empujones y zarandeo nos nombramos a las madres y a los muertos de cada uno, él en francés y yo en español; todos gritaban para que nos zurráramos hasta que llegó un profesor y detuvo la contienda.

Al día siguiente, tuvieron que ir mi madre y la patrona donde trabajaban mis padres al colegio para hablar con el director; nos obligaron a hacer las paces y me advirtieron de que si provocaba otra pelea me expulsarían. Pero en mis adentros yo repetía: este es un gabacho cobarde y De Gaulle, un traidor…

Pocos días después, otro niño emigrante español como yo, una mañana que caminábamos juntos hacia el colegio, me espetó que España era una mierda y Franco un asesino y un marica; a ese le di yo el puñetazo, pero como era español no se chivó.

Entre españoles, los problemas los solucionamos a las bravas, pero sin chivarnos. La pelea fue cerca del colegio con el grupo de niños españoles como testigos y sin ningún adulto presente; llegamos a clase con la cara roja como amapolas.

Aquella noche le pregunté a mi abuelo lo de Franco y mi abuelo entre risas disimuladas me contestó: «Hombre, marica no lo sé, decían eso de muchos de sus amigos falangistas, pero yo no tengo el honor de conocer a ninguno, ni he tenido el privilegio de compartir alcoba con el Generalísimo, así es que lo mejor es no hablar mal de las gente que no se conocen».

En una de esas reuniones que organizaba mi abuelo en la plaza de Pepieux escuché a Ramón, un jubilado de Jumilla al que llamaban ‘el compañero Ugarte’, decir de Franco cosas tremendas que no quiero yo repetir aquí. Todos se reían a gusto. Pero de todos los insultos, a mí el que me llamó la atención fue el de «enano», ya que yo imaginaba a Franco como un héroe, tal y como nos había contado el maestro en Yecla. Además, había visto una foto de él en una estatua a caballo y era enorme. ¡Que desengaño! Resulta que el Generalísimo era pequeñajo, y marica según Gutiérrez, mi compañero al que le di el puñetazo. Luego nos hicimos muy amigos y nunca más hablamos de Franco, teníamos otras preocupaciones más importantes.

En alguna cena de españoles en nuestra casa oí decir que España era una dictadura y que Francia era una república y yo lo que pensaba es que Francia era muy bonita y rebosaba color por todas partes y las mujeres jóvenes o mayores lucían vestidos de colores y en España las mujeres vestían de negro. Pensé que seguro que lo de dictadura y república tiene algo que ver con el sexo y con el amor libre, cosa que a mí me interesaba mucho; no iba muy desencaminado.

En Carcassonne había visto a las chicas con minifaldas y besándose con chicos en la calle, sin embargo en Yecla las chicas iban muy cautas a misa y de besos en la calle nada de nada. Después descubrí que para mí, España era Yecla, la Iglesia Vieja, la Molineta, las eras donde trillábamos, la viña de mi abuelo, el Cerrico de la Fuente y mi amigo Paco. Pero esa España que vivía en mi memoria se fue desvaneciendo y en la medida en que aprendía francés y ganaba amigos, me iba olvidando de las calles embarradas, de las misas de domingo, de los castigos en la escuela y de los curas con sotana.

Los veranos no volvíamos a Yecla, como hacían algunos amigos españoles; añoraba los baños de «La Fuente Álamo» con el agua verdosa y salada, pero en eso salí ganando: ahora me bañaba en el rio Ognon, que era más transparente y más divertido. Además, después de probar los besos húmedos de Adela, mi patriotismo español se tambaleó.

Por cierto, de vez en cuando me venía una imagen a la memoria y consultaba con mi confidente, mi abuelo y le preguntaba sobre la guardia civil y sobre las monjas: «¿Por qué siempre venían en pareja, eran siameses?».

También le pregunté a mi padre si los guardias civiles eran maricas; él se llevó las manos a la cabeza gritando: «¡Este chiquillo es un rebelde, no tiene remedio, por eso nunca volvemos al pueblo, porque en una de esas acabas fusilado!». Y le regañó a mi abuelo:

—Le está metiendo usted en la cabeza ideas anarquistas al niño…

El pobre abuelo no había hecho nada y yo me preguntaba: ¿Por llamar marica a unos guardias en España te pueden fusilar? Pero no le di mucha importancia a eso, a mi la jardinería y el amor libre era lo que me interesaba y es que se me despertaron pronto mis vocaciones de amante y jardinero. Por cierto, este parque que llaman por aquí ‘el Cespín’ es ridículo.

cespín yecla jardín avenida feria

Teo Carpena
Teo Carpena
Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es

El otro día, paseando cerca del parque del Cespín, escuché a un grupo de niños preparándose para una carrera y uno de ellos gritó: ¡Marica el último! Eso me recordó a tiempos de mi infancia; era una frase típica y hacía cincuenta años o más que no la escuchaba. La madre reprendió al niño delante de sus amigos, advirtiéndole que no hay que jugar a competir, que lo importante es participar.

Me fui riendo un rato y pensando que si a este niño y a su madre lo escuchan unos que yo me sé, él acaba en un reformatorio para su rehabilitación y sus padres en un cursillo intensivo de tolerancia.

Recién llegado a Pepieux, me dio por decir a todas horas que era más español que el Capitán Trueno, aunque allí nadie conocía a mi héroe; los chicos franceses leían a Tintín, que a mí me parecía un redicho y un señorito que viajaba gratis por el mundo. A Astérix y Obélix los descubrí después.

Cuando tenía doce años y la testosterona a tope, era más alto que el resto de compañeros. Un día, me peleé con un relamido francés de pelo largo muy rubio y ropa cursi que me miró desafiante y me llamó «Espagnol de merde». Yo le llamé gabacho y añadí que De Gaulle era un lerdo. El rubito francés me pilló desprevenido y me dio un puñetazo; yo le di una patada en los huevos, la cosa se complicó, los compañeros hicieron corro y entre empujones y zarandeo nos nombramos a las madres y a los muertos de cada uno, él en francés y yo en español; todos gritaban para que nos zurráramos hasta que llegó un profesor y detuvo la contienda.

Al día siguiente, tuvieron que ir mi madre y la patrona donde trabajaban mis padres al colegio para hablar con el director; nos obligaron a hacer las paces y me advirtieron de que si provocaba otra pelea me expulsarían. Pero en mis adentros yo repetía: este es un gabacho cobarde y De Gaulle, un traidor…

Pocos días después, otro niño emigrante español como yo, una mañana que caminábamos juntos hacia el colegio, me espetó que España era una mierda y Franco un asesino y un marica; a ese le di yo el puñetazo, pero como era español no se chivó.

Entre españoles, los problemas los solucionamos a las bravas, pero sin chivarnos. La pelea fue cerca del colegio con el grupo de niños españoles como testigos y sin ningún adulto presente; llegamos a clase con la cara roja como amapolas.

Aquella noche le pregunté a mi abuelo lo de Franco y mi abuelo entre risas disimuladas me contestó: «Hombre, marica no lo sé, decían eso de muchos de sus amigos falangistas, pero yo no tengo el honor de conocer a ninguno, ni he tenido el privilegio de compartir alcoba con el Generalísimo, así es que lo mejor es no hablar mal de las gente que no se conocen».

En una de esas reuniones que organizaba mi abuelo en la plaza de Pepieux escuché a Ramón, un jubilado de Jumilla al que llamaban ‘el compañero Ugarte’, decir de Franco cosas tremendas que no quiero yo repetir aquí. Todos se reían a gusto. Pero de todos los insultos, a mí el que me llamó la atención fue el de «enano», ya que yo imaginaba a Franco como un héroe, tal y como nos había contado el maestro en Yecla. Además, había visto una foto de él en una estatua a caballo y era enorme. ¡Que desengaño! Resulta que el Generalísimo era pequeñajo, y marica según Gutiérrez, mi compañero al que le di el puñetazo. Luego nos hicimos muy amigos y nunca más hablamos de Franco, teníamos otras preocupaciones más importantes.

En alguna cena de españoles en nuestra casa oí decir que España era una dictadura y que Francia era una república y yo lo que pensaba es que Francia era muy bonita y rebosaba color por todas partes y las mujeres jóvenes o mayores lucían vestidos de colores y en España las mujeres vestían de negro. Pensé que seguro que lo de dictadura y república tiene algo que ver con el sexo y con el amor libre, cosa que a mí me interesaba mucho; no iba muy desencaminado.

En Carcassonne había visto a las chicas con minifaldas y besándose con chicos en la calle, sin embargo en Yecla las chicas iban muy cautas a misa y de besos en la calle nada de nada. Después descubrí que para mí, España era Yecla, la Iglesia Vieja, la Molineta, las eras donde trillábamos, la viña de mi abuelo, el Cerrico de la Fuente y mi amigo Paco. Pero esa España que vivía en mi memoria se fue desvaneciendo y en la medida en que aprendía francés y ganaba amigos, me iba olvidando de las calles embarradas, de las misas de domingo, de los castigos en la escuela y de los curas con sotana.

Los veranos no volvíamos a Yecla, como hacían algunos amigos españoles; añoraba los baños de «La Fuente Álamo» con el agua verdosa y salada, pero en eso salí ganando: ahora me bañaba en el rio Ognon, que era más transparente y más divertido. Además, después de probar los besos húmedos de Adela, mi patriotismo español se tambaleó.

Por cierto, de vez en cuando me venía una imagen a la memoria y consultaba con mi confidente, mi abuelo y le preguntaba sobre la guardia civil y sobre las monjas: «¿Por qué siempre venían en pareja, eran siameses?».

También le pregunté a mi padre si los guardias civiles eran maricas; él se llevó las manos a la cabeza gritando: «¡Este chiquillo es un rebelde, no tiene remedio, por eso nunca volvemos al pueblo, porque en una de esas acabas fusilado!». Y le regañó a mi abuelo:

—Le está metiendo usted en la cabeza ideas anarquistas al niño…

El pobre abuelo no había hecho nada y yo me preguntaba: ¿Por llamar marica a unos guardias en España te pueden fusilar? Pero no le di mucha importancia a eso, a mi la jardinería y el amor libre era lo que me interesaba y es que se me despertaron pronto mis vocaciones de amante y jardinero. Por cierto, este parque que llaman por aquí ‘el Cespín’ es ridículo.

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Historias y leyendas de un hombre y su perro, que busca en los recuerdos su identidad. Teo Carpena emigró con su familia a Francia, después de la jubilación vuelve a Yecla y junto a varios amigos recompone su historia. Contacta conmigo en teocarpena@yahoo.es
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