Un desastre de celebración, nada de glamour, una música malísima, una comida mediocre y unos invitados muy escandalosos. A la iglesia no pude entrar, dijeron que no es un lugar para perros; me dieron ganas de preguntar por qué dejan entrar a los burros… Empezaré por el principio.
Amaneció todo el mundo nervioso menos nosotros. Teodoro y yo dimos un paseo por el campo como cada mañana, cada uno hizo sus necesidades, yo las biológicas y él las espirituales; parece un místico de la Edad Media y necesita caminar para conectarse con el mundo, o eso dice él. Cuando volvimos a casa estaban todos gritándose, uno cosiéndose los botones de la chaqueta, otra planchando y dos esperando turno en el baño. Finalmente se emperifollaron, parecían maniquíes de Galerías Lafayette, pero a lo pobre. Juliette, que era la madrina, llevaba en la cabeza algo parecido a un florero; Sophie, mi adorada francesita, estaba divina con un escote de vértigo y unos labios como amapolas; cuando me mira esta criatura se me eriza hasta el último pelo del rabo y me miró varias veces porque me descubrió embobado mirándola. Teodoro vestía un traje gris de verano y una corbata blanca, nunca lo había visto así de elegante. A los cuñados los voy a nombrar con apodos para simplificar: al mayor como el mastuerzo y al joven como el risitas; a uno le quedaba el traje estrecho y el otro parecía un adefesio. De los sobrinos no tengo nada que decir, solo que él es punki y ella hortera.
Cuando llegamos a la iglesia, Teodoro se agachó y me explicó al oído varias cosas de las que solo él y yo sabemos, pero me advirtió de que no me dejaban entrar a la parroquia. Yo me acordé del santo de Asís y de lo poco que han aprendido de él estos curillas de medio pelo. Lo peor era que el Masturzo se quedaba conmigo en el atrio. «Él cuidará de ti», me dijo mi dueño. Mal empezamos, pensé.
Al rato, llegó Ana del brazo de su hijo. Bajaron de un coche adornado con flores; estaba bellísima, luciendo un vestido blanco sencillo que le marcaba la figura. ¡Que preciosidad!, pensé, y debió intuirlo porque me acarició y me dijo: «Tu también estás guapo». Su hijo ni me importa ni tengo opinión.
Sonaron campanas, en la puerta solo quedábamos el chófer del coche que había traído a Ana y el Mastuerzo, que fumaba un cigarro detrás de otro. Se miraban, pero no se dirigían la palabra. Al rato salió el Risitas y los dos cuñados se fueron al bar de enfrente. La ceremonia me pareció eterna, tenía hambre y me estaba aburriendo. Pasó una pareja con un niño impertinente que intentó darme una patada, lancé una dentellada amenazante al aire para espantarlo y ladré lo más fuerte que pude. El niño dio un respingo y lloraba como un memo; el padre empezó a despotricar contra mí, el chófer lo mandó a la mierda y me puse en posición de ataque; hasta la madre se cagó de miedo. Me sentí orgulloso y pensé que le tenía que haber dado un mordisco en el pie para que escarmentara.
Empezó a salir la gente y prepararon bolsas con arroz. Cuando aparecieron los novios, una lluvia de granos voló sobre sus cabezas; estos humanos suelen hacer estupideces incomprensibles. Lo primero que hicieron los casados fue acariciarme y por arte de magia apareció la gata en brazos de Ana con un lazo blanco ridículo. Para la primera foto familiar posamos solo los cuatro, después posó el resto, pero ahí me escondí. Me subieron en una furgoneta que olía a manzanas podridas para llevarme al restaurante; allí la cosa mejoró, los olores eran agradables y presentía un buen yantar.
Los aperitivos fueron escasos y pretenciosos, el sitio muy cursi, los invitados yeclanos: ellas demasiado peripuestas y con exceso de perfumes baratos; ellos unos desastres, camisas sudadas y zapatos sucios.
Los camareros, lo mejor: el que más me gustaba era uno que parecía hablar ruso y cada vez que pasaba a mi lado me lanzaba algún trozo de algo sustancioso. El bullicio era insoportable, menos mal que no eran muchos. El Mastuerzo, a la segunda copa de vino, empezó a subir el tono y a intentar hacerse amigo de un tío de Ana que era muy dicharachero, pero no se entendieron y no fue por el idioma.
Una vez sentados y con comida en el plato la cosa se tranquilizó, los entremeses muy secos, las gambas no me gustan, el ruso me regaló una chuleta estupenda y cuando sacaron las fuentes de pelotas estos cenutrios aplaudieron; fue cuando vino el reto. Dijo alguien que el tío Marcelo era como un perro que se comía hasta los huesos, no sé a que perros conoce esta gente, los perros franceses rosigamos los huesos, pero no nos los comemos. Entonces, a algún listo se le ocurrió lo de la competencia a comer pelotas entre Marcelo y yo para ver quién comía más. Acabó muy mal la cosa para mi contrincante, lo ingresaron en urgencias por indigestión y una semana después seguía con cagalera…
Por último, sacaron una tarta horrorosa. Estos pasteleros tienen mucho que aprender de la repostería francesa. Los discursos, emotivos y exagerados; solo el de Teodoro fue genial, aunque nadie le aplaudió. La música fue repetitiva y cansina, pero el movimiento de caderas de Sophie me produjo mareos. Salí al patio para que nadie se diera cuenta de mi excitación; dos minutos mas tarde apareció Teodoro buscándome preocupado, le miré con cara de pena y pensó que estaba malo por la comida. Solo estaba con calenturas por la visión de un culo moviéndose, pero no podía decírselo porque no sabe escuchar el idioma perruno y porque el objeto de mi deseo es su hermana y eso creo que molesta a los humanos.
También hubo una tremenda discusión política entre dos tíos de Ana que casi acaba a garrotazos: uno es de izquierdas y otro de derechas, o eso decían ellos, aunque a mí me parecían del mismo bando, porque los dos gritaban las mismas sandeces. La cosa fue muy entretenida y sustanciosa, pero no pasó nada, yo esperaba que corriera la sangre. ¡Un desengaño! Carmen me miró y me dijo: «No te preocupes, que estos llevan toda la vida así: son igual de idiotas y de cobardes».
Cuando llegamos a casa la cosa fue más complicada: los cuñados borrachos cantando, las hermanas gritándoles y los sobrinos con ganas de juerga. Alba y yo nos refugiamos en el dormitorio de los recién casados, que era el único sitio donde reinaba la paz.
Agotador, no vuelvo a una boda ni atado.
Muy bien, como siempre. Merci.
Muy bien, como siempre.