El recibidor de la casa de mi amigo Zacarías, en Toledo, siempre huele a flores porque está lleno de macetas con una amplia variedad de plantas olorosas para recibir al visitante y sirve de antesala a un pequeño patio con aljibe y miles de geranios, pero este no es el patio principal.
La casa es la unión de varias casas antiguas y por eso de un cuarto a otro a veces hay escalones o estrechos pasillos que parecen conducir a mazmorras, pero resulta que acaban en habitaciones enormes y bien decoradas.
El padre de Zacarías, al hacer la reforma, convirtió el patio principal en estudio con una cubierta acristalada y unos toldos para regular la luz. Tomás Castillo es el nombre del anciano, tiene noventa y tres años y sigue pintando, su especialidad y lo que le ha dado dinero suficiente para sacar a su familia adelante, son los retratos.
―He realizado más de trescientos retratos en vivo y he conocido a personalidades importantes del mundo de la cultura y de la política, también como afición he copiado por encargo algunos cuadros del Greco, que por cierto pertenecen a coleccionistas importantes- me detalló su vida laboral erguido y orgulloso, tiene una voz clara y firme, una barba densa y blanca y un cuerpo menudo y delgado.
―Me gusta ver amanecer desde la ventana de mi cuarto ―me comentó sonriente. Cuando entré al estudio ya estaba frente al caballete esbozando una copia del «El martirio de san Mauricio» de El Greco, dice que este no es un encargo…
―Es mi obra favorita del pintor cretense, por su belleza y por su luminosidad.
Le hablé de Juan Albert Roses, el pintor yeclano que copió gran parte de la obra del Greco, torció el gesto.
―A mí tu paisano me parecía un pintor demasiado mecánico, conocía muy bien la obra del cretense, era un buen pintor, pero muy metódico; yo prefiero a los pintores que se dejaron influir por el Greco pero a los copistas nunca los he soportado.
―Tendría usted que conocer su museo de 73 cuadros en nuestro pueblo.
―Lo conozco, y por eso tengo una opinión tan clara, están ennegrecidos ―decidí dejar el tema porque yo prefiero hablar de otros artistas y le dije que uno de mis lugares favoritos en Toledo es la Colección Roberto Polo. Noté que se le erizaba el pelo de las cejas.
―El lugar es maravilloso, pero es una pena que albergue tanta mediocridad.
―No sea exagerado papá ―le dijo mi amigo, él me guiñó un ojo y cuando estábamos tomando un café y Zacarías estaba despistado me dijo en voz baja:
―Tu paisano estaba empeñado en ser fiel a los originales del maestro griego; pero no entendió lo que era el arte. Un artista debe obsesionarse con su trabajo. Roses solo era un buen trabajador… ―tenía el viejo ganas de guerra y prosiguió―. Al Greco, como pintor, lo entendió bastante gente, sobre todo los teóricos o los poetas que escribieron de él. Quizás Bernardino de Pantorga que también pintaba fue uno de los que se acercó con más acierto ¡Entender y comprender son dos cosas muy distinta! ―sentenció.
―Es posible ―le contesté intentando zanjar el asunto, aunque me apetecía seguir hablando del tema, pero el sueño me tenia atolondrado y defender a Roses no me estimulaba. Como vio que no le seguía el hilo, me habló de Alberto Sánchez, el escultor toledano, y ahí se me abrieron los parpados y él lo percibió.
Estaba seguro de que tendríamos alguna conexión artística porque en esta casa se habla demasiado de negocio y poco de arte. En ese momento apareció Isabel, la hermana de mi amigo luciendo una sonrisa como si desplegara una camisa recién planchada.
―¿Que pasó, te perdiste anoche en el camino?
―La luna manchega y unos ojos negros me confundieron ―nos reímos.
A media mañana cuando estaba desembalando mis trastos de pintor, Tomás miró mi caja de colores y lanzando una sonrisa socarrona me advirtió:
―Ten cuidado, mucha espátula veo en esa caja, que esas herramientas son traicioneras…
―Antes que pintor fui carnicero ―le contesté y sonrió al ver que le seguía el juego.
―Antes de salir al campo te daré un par de consejos ―y me los dio sin esperar―. Mira al paisaje como se miran los ojos de una mujer, con respeto, pero sin miedo, y luego pinta en tu cuadro lo que te salga del alma…
―¡Gracias maestro! ―era la segunda vez que un pintor mayor me daba el mismo consejo.
―Zacarías y tú pintáis de manera parecida, sois demasiado formales y tímidos ―y se marchó tan campante; al verlo caminar de espalda con la bata blanca de pintor y las sandalias viejas me recordó a uno de los frailes de Zurbarán.
Después de comer, me dormí una siesta estupenda. En el cuarto que me asignaron, frente a mi cama, colgaba un paisaje de una vista de Toledo al atardecer; me dormí balanceado por los ocres anaranjados y por unas campanadas tímidas sonando a lo lejos.
Me despertó a media tarde un bullicio que al principio entendí que provenía de la calle, agudicé el oído y sospeché por un momento que era dentro de la casa y finalmente me pareció que esas voces femeninas estaban dentro de mi cabeza. Se volvió insoportable el jaleo, bajé al estudio donde me esperaban mis anfitriones para ir a dar una vuelta por la ciudad; cuando me vieron con gesto ceñudo se rieron los tres.
―Has escuchado el griterío de las muchachas, ¿verdad?
―Sí, pero no se de donde provenía el griterío.
―Del pasado querido amigo, pero esa historia te la contaremos después.
Continuará…