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✝️ viernes 29 marzo 2024
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Manual para mujeres de la limpieza

Mi nombre es Concha Ortega y me han pedido que hable de mí; que cuente anécdotas de mi vida. Yo me pregunto qué interés puede tener que una mujer como yo hable de sus cosas, de sus preocupaciones, que recuerde cómo era su infancia allá por los sesenta, su juventud por los setenta; que evoque sus viejos amores, sus penas y alegrías, sus pérdidas y sus encuentros. Porque yo solo soy una mujer de la limpieza, efectivamente, de esas que limpian por horas mientras usted hace otro trabajo y no tiene tiempo de hacerlo o, simplemente, no tiene ganas y puede permitirse el lujo de que otro lo haga.

Si hay algo que me defina, lo primero de todo, es que me considero una mujer sencilla, mejor dicho, muy sencilla; soy lo que se llama una mujer de pueblo, que nació en Yecla hace casi sesenta años y tan solo ha salido de aquí en contadas ocasiones: algunas vacaciones de verano a Benidorm, a Alicante o San Juan, y muy pocas veces al extranjero.

A Roma me llevó Salvador, mi marido, cuando cumplimos los veinticinco años de casados. Digo “me llevó”, porque fue él quien pagó el viaje; con lo que yo gano pocos extras me puedo permitir. Fue su regalo de aniversario, un buen regalo, sí señor. También viajé una vez a Alemania, a ver a mi hija que estaba de Erasmus, porque aunque sus padres no tengan estudios, hemos procurado que ellos sí los tengan, y la verdad es que los dos, Juan de treinta años y Berta de veinticinco, me han salido estudiosos.

El caso es que hablando de mujeres de la limpieza, estaba yo quitando el polvo de una estantería en casa de la profesora Doña Emilia, una de mis jefas y persona culta e instruida, cuando me tropecé con un libro que se titulaba “Manual para mujeres de la limpieza” de una tal Lucía Berlín. Me llamó la atención, porque he de confesar que a mí lo de la lectura siempre me ha gustado, por eso me he apuntado a uno de esos talleres de lectura que organiza la Casa de Cultura. ¡Vaya título para un libro!, pensé en un primer momento.

Lo cogí, lo estuve ojeando y entonces vi que el título era el de uno de los relatos, pero que había muchos más. Me puse a leer un poco más, total, estaba sola en la casa y ya había bregado lo mío, así que me merecía un descanso; seguí leyendo hasta que casi lo acabo.

La protagonista de la historia era una mujer de la limpieza como yo, pero en una gran ciudad de los Estados Unidos, Oackland (cómo me gustaría visitar ese país: New York, San Francisco… A ver si para las bodas de oro convenzo a Salvador). La protagonista debía tomar distintos autobuses para llegar a las casas donde trabaja. En Yecla, en cambio, el trasporte urbano es bastante anecdótico, por eso al final casi todos utilizamos el coche para desplazarnos, hasta para ir a la esquina de al lado. Yo creo que se debe a que el pueblo está en cuesta y la fuerza de la gravedad hace difícil tomar brío calle arriba; eso, o es que somos algo pangos, gente cansada en definitiva.

Pero nuestra protagonista, suele tomar el autobús para desplazarse en la ciudad, y desde el autobús y desde las paradas en las que espera, va observando el mundo, la gente, las calles y callejones, los comercios, los bares, las iglesias. Describe una ciudad pobre, sucia, de gente humilde, como los dueños de la lavandería que está enfrente de la parada, los viejos conductores blancos, y los jóvenes negros, las otras mujeres de la limpieza que conversan a su lado.

Habla de las casas en las que trabaja y de quienes las habitan. En algún momento dice: “Las mujeres de la limpieza lo saben todo”, y yo pienso lo mismo. Nos movemos tan cerca de aquellos para los que trabajamos, que podemos olerlos, y vaya que si los olemos. Por unas horas, a cambio de unos euros, entramos en ese mundo que no nos pertenece, haciéndonos testigos silenciosos de sus vidas, de su intimidad, de sus grandezas, y también de sus miserias; hacemos como que no vemos ni oímos, y, por supuesto tampoco olemos; nos comportamos como si fuésemos un mueble o un electrodoméstico, pero la verdad es que nos damos cuenta de todo.

Conforme la protagonista cuenta distintas anécdotas, va dando consejos prácticos muy originales que deben seguir las mujeres de la limpieza. Algunos me han llamado mucho la atención, tan divertidos unos, como dramáticos otros. “Aceptar todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento”. Este me hizo muchísima gracia porque pensé que si yo conservara todo lo que me dan en las distintas casas en las que trabajo, ya me habrían llevado al hospicio por síndrome de Diógenes.

Ellos, —o más bien ellas, sin duda son ellas, las mujeres, las que se encargan de la organización de la casa—, creen que te hacen un gran favor y que necesitas todo lo que les sobra. Yo, por mi parte, nunca he tenido el valor de desilusionar a nadie por este motivo, así que suelo aceptar todo aquello que me ofrecen, como si de verdad me viniera de perlas y no pudiera seguir viviendo sin eso.

En otro momento dice, como si de un mandamiento se tratara: “Las mujeres de la limpieza roban” y un poco más adelante, refiriéndose a ella misma, afirma: “Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia”. Esta última confidencia me ha llegado al alma, me parece tristísima: de pronto, me veo a mí misma un día frío de lluvia en este pueblo, en el que suele soplar un viento que estremece, y el frío se te mete entre los pliegues de la piel, mirando las calles vacías de mi infancia y la veleta oxidada de la iglesia del Hospitalico, entonando su melodía desafinada.

Para días así, hubiera estado bien un buen somnífero, desde luego, y poder dormir muchas horas, hasta que saliera el sol y los pájaros volvieran a cantar y me visitaran mis hijos, mi nieta — porque aunque no lo he dicho, tengo una nieta— y no sé cuantas cosas más que llenan el corazón de alegría.

Entre esperas y recorridos de autobús, la protagonista va contando unas cosas y otras, va dejando entrever su verdadero ser. Terry, a quien nombra en alguna ocasión de pasada, que debía ser su pareja, su novio, o su marido, no tengo ni idea; parece que ha muerto. No desvela su pena, ni sabemos nada de él; ni cuando falleció ni cómo. Solo va dejando entrever pequeños detalles, escenas cargadas de significado, que van desvelando su añoranza: el abrigo de él, todavía colgado en el perchero del recibidor; la casa donde vivían que, mientras fuma un cigarro tras otro, ve desde la ventana de una de las casas en la que trabaja, que es de una amiga.

De pronto, entra mi jefa que viene de trabajar, y me sorprende con el libro en la mano.

—Buenas tardes, Concha —me sobresalto y dejo el libro en su sitio para continuar dándole al plumero—. Ya sabes que si te interesa algún libro, te lo puedes llevar para leerlo —sonríe condescendiente. ¡Es un cielo! Y pienso que prefiero que su generosidad se manifieste en libros en vez de en otras cosas.

—Pues mire, sí. Este de Lucia Berlín me lo llevo.

Es Doña Emilia, o Emilia como prefiere que la llame, la que me habla de la escritora. Me cuenta que su éxito ha sido muy tardío, en ocasiones, póstumo. Durante los años cuarenta y cincuenta, cuando fueron escritos estos relatos, pasaron sin pena ni gloria. En la actualidad, los críticos la encumbran, la sitúan a la altura de grandes escritores como Proust o Chéjov (autores que tendré que leer un día de estos), y no comprenden por qué fue olvidada.

He leído de un tirón este libro autobiográfico en el que la autora se va deteniendo en distintos episodios de su vida. Sus palabras relatan una existencia plena, intensa, llena de altibajos. Narra los hechos tal como fueron: su infancia con un abuelo y una madre alcohólicos, su propio alcoholismo; la triste pérdida de su hermana, sus cuatro hijos de distintas parejas, las ciudades en las que vivió o malvivió; conociendo tanto el esplendor como el declive. No hay dolor, ni una sola queja, sin euforias ni estridencias, apenas reflexiona sobre los hechos, solo los cuenta.

Yo también me pregunto por qué un libro tan extraordinario tuvo un existo tan tardío y he llegado rápidamente a una conclusión: porque quien escribía era una mujer, y contaba historias de mujeres que, en su momento, no interesaban a nadie. No sé hasta qué punto han cambiado las cosas, aunque espero y deseo que así sea y que por ese motivo ahora, por fin, haya sido reconocido su talento y que estos asuntos, solo de mujeres, sean ya los de todos.

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com

Mi nombre es Concha Ortega y me han pedido que hable de mí; que cuente anécdotas de mi vida. Yo me pregunto qué interés puede tener que una mujer como yo hable de sus cosas, de sus preocupaciones, que recuerde cómo era su infancia allá por los sesenta, su juventud por los setenta; que evoque sus viejos amores, sus penas y alegrías, sus pérdidas y sus encuentros. Porque yo solo soy una mujer de la limpieza, efectivamente, de esas que limpian por horas mientras usted hace otro trabajo y no tiene tiempo de hacerlo o, simplemente, no tiene ganas y puede permitirse el lujo de que otro lo haga.

Si hay algo que me defina, lo primero de todo, es que me considero una mujer sencilla, mejor dicho, muy sencilla; soy lo que se llama una mujer de pueblo, que nació en Yecla hace casi sesenta años y tan solo ha salido de aquí en contadas ocasiones: algunas vacaciones de verano a Benidorm, a Alicante o San Juan, y muy pocas veces al extranjero.

A Roma me llevó Salvador, mi marido, cuando cumplimos los veinticinco años de casados. Digo “me llevó”, porque fue él quien pagó el viaje; con lo que yo gano pocos extras me puedo permitir. Fue su regalo de aniversario, un buen regalo, sí señor. También viajé una vez a Alemania, a ver a mi hija que estaba de Erasmus, porque aunque sus padres no tengan estudios, hemos procurado que ellos sí los tengan, y la verdad es que los dos, Juan de treinta años y Berta de veinticinco, me han salido estudiosos.

El caso es que hablando de mujeres de la limpieza, estaba yo quitando el polvo de una estantería en casa de la profesora Doña Emilia, una de mis jefas y persona culta e instruida, cuando me tropecé con un libro que se titulaba “Manual para mujeres de la limpieza” de una tal Lucía Berlín. Me llamó la atención, porque he de confesar que a mí lo de la lectura siempre me ha gustado, por eso me he apuntado a uno de esos talleres de lectura que organiza la Casa de Cultura. ¡Vaya título para un libro!, pensé en un primer momento.

Lo cogí, lo estuve ojeando y entonces vi que el título era el de uno de los relatos, pero que había muchos más. Me puse a leer un poco más, total, estaba sola en la casa y ya había bregado lo mío, así que me merecía un descanso; seguí leyendo hasta que casi lo acabo.

La protagonista de la historia era una mujer de la limpieza como yo, pero en una gran ciudad de los Estados Unidos, Oackland (cómo me gustaría visitar ese país: New York, San Francisco… A ver si para las bodas de oro convenzo a Salvador). La protagonista debía tomar distintos autobuses para llegar a las casas donde trabaja. En Yecla, en cambio, el trasporte urbano es bastante anecdótico, por eso al final casi todos utilizamos el coche para desplazarnos, hasta para ir a la esquina de al lado. Yo creo que se debe a que el pueblo está en cuesta y la fuerza de la gravedad hace difícil tomar brío calle arriba; eso, o es que somos algo pangos, gente cansada en definitiva.

Pero nuestra protagonista, suele tomar el autobús para desplazarse en la ciudad, y desde el autobús y desde las paradas en las que espera, va observando el mundo, la gente, las calles y callejones, los comercios, los bares, las iglesias. Describe una ciudad pobre, sucia, de gente humilde, como los dueños de la lavandería que está enfrente de la parada, los viejos conductores blancos, y los jóvenes negros, las otras mujeres de la limpieza que conversan a su lado.

Habla de las casas en las que trabaja y de quienes las habitan. En algún momento dice: “Las mujeres de la limpieza lo saben todo”, y yo pienso lo mismo. Nos movemos tan cerca de aquellos para los que trabajamos, que podemos olerlos, y vaya que si los olemos. Por unas horas, a cambio de unos euros, entramos en ese mundo que no nos pertenece, haciéndonos testigos silenciosos de sus vidas, de su intimidad, de sus grandezas, y también de sus miserias; hacemos como que no vemos ni oímos, y, por supuesto tampoco olemos; nos comportamos como si fuésemos un mueble o un electrodoméstico, pero la verdad es que nos damos cuenta de todo.

Conforme la protagonista cuenta distintas anécdotas, va dando consejos prácticos muy originales que deben seguir las mujeres de la limpieza. Algunos me han llamado mucho la atención, tan divertidos unos, como dramáticos otros. “Aceptar todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento”. Este me hizo muchísima gracia porque pensé que si yo conservara todo lo que me dan en las distintas casas en las que trabajo, ya me habrían llevado al hospicio por síndrome de Diógenes.

Ellos, —o más bien ellas, sin duda son ellas, las mujeres, las que se encargan de la organización de la casa—, creen que te hacen un gran favor y que necesitas todo lo que les sobra. Yo, por mi parte, nunca he tenido el valor de desilusionar a nadie por este motivo, así que suelo aceptar todo aquello que me ofrecen, como si de verdad me viniera de perlas y no pudiera seguir viviendo sin eso.

En otro momento dice, como si de un mandamiento se tratara: “Las mujeres de la limpieza roban” y un poco más adelante, refiriéndose a ella misma, afirma: “Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia”. Esta última confidencia me ha llegado al alma, me parece tristísima: de pronto, me veo a mí misma un día frío de lluvia en este pueblo, en el que suele soplar un viento que estremece, y el frío se te mete entre los pliegues de la piel, mirando las calles vacías de mi infancia y la veleta oxidada de la iglesia del Hospitalico, entonando su melodía desafinada.

Para días así, hubiera estado bien un buen somnífero, desde luego, y poder dormir muchas horas, hasta que saliera el sol y los pájaros volvieran a cantar y me visitaran mis hijos, mi nieta — porque aunque no lo he dicho, tengo una nieta— y no sé cuantas cosas más que llenan el corazón de alegría.

Entre esperas y recorridos de autobús, la protagonista va contando unas cosas y otras, va dejando entrever su verdadero ser. Terry, a quien nombra en alguna ocasión de pasada, que debía ser su pareja, su novio, o su marido, no tengo ni idea; parece que ha muerto. No desvela su pena, ni sabemos nada de él; ni cuando falleció ni cómo. Solo va dejando entrever pequeños detalles, escenas cargadas de significado, que van desvelando su añoranza: el abrigo de él, todavía colgado en el perchero del recibidor; la casa donde vivían que, mientras fuma un cigarro tras otro, ve desde la ventana de una de las casas en la que trabaja, que es de una amiga.

De pronto, entra mi jefa que viene de trabajar, y me sorprende con el libro en la mano.

—Buenas tardes, Concha —me sobresalto y dejo el libro en su sitio para continuar dándole al plumero—. Ya sabes que si te interesa algún libro, te lo puedes llevar para leerlo —sonríe condescendiente. ¡Es un cielo! Y pienso que prefiero que su generosidad se manifieste en libros en vez de en otras cosas.

—Pues mire, sí. Este de Lucia Berlín me lo llevo.

Es Doña Emilia, o Emilia como prefiere que la llame, la que me habla de la escritora. Me cuenta que su éxito ha sido muy tardío, en ocasiones, póstumo. Durante los años cuarenta y cincuenta, cuando fueron escritos estos relatos, pasaron sin pena ni gloria. En la actualidad, los críticos la encumbran, la sitúan a la altura de grandes escritores como Proust o Chéjov (autores que tendré que leer un día de estos), y no comprenden por qué fue olvidada.

He leído de un tirón este libro autobiográfico en el que la autora se va deteniendo en distintos episodios de su vida. Sus palabras relatan una existencia plena, intensa, llena de altibajos. Narra los hechos tal como fueron: su infancia con un abuelo y una madre alcohólicos, su propio alcoholismo; la triste pérdida de su hermana, sus cuatro hijos de distintas parejas, las ciudades en las que vivió o malvivió; conociendo tanto el esplendor como el declive. No hay dolor, ni una sola queja, sin euforias ni estridencias, apenas reflexiona sobre los hechos, solo los cuenta.

Yo también me pregunto por qué un libro tan extraordinario tuvo un existo tan tardío y he llegado rápidamente a una conclusión: porque quien escribía era una mujer, y contaba historias de mujeres que, en su momento, no interesaban a nadie. No sé hasta qué punto han cambiado las cosas, aunque espero y deseo que así sea y que por ese motivo ahora, por fin, haya sido reconocido su talento y que estos asuntos, solo de mujeres, sean ya los de todos.

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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